Nadie puede asegurar que los niños inmigrantes que llegan por la
frontera se van a convertir en delincuentes, pandilleros o inadaptados, pero la
evidencia demuestra que la probabilidad es muy alta. Sobre todo, porque los
hispanos, primera minoría en Estados Unidos, están muy lejos de ser la idílica
y romántica historia de éxito que promocionan los medios de comunicación en
español y las organizaciones proinmigrantes.
Los hispanos resultan ser una masa heterogénea y culturalmente
desestructurada, a la que, más allá del idioma, con sus peculiares acentos y modismos,
y la telenovela, muy poco, o casi nada, los une. Esa diversidad que tanto
ofertan, como la riqueza que aportan a la simbiosis con la cultura anglosajona,
es una de las mentiras mejor prefabricadas.
Si bien es cierto que los hispanos en Estados Unidos no llegan a los
extremos de inadaptación de los musulmanes (la práctica del islam, una religión
que pregona y predica la intolerancia, es el obstáculo cultural más grande), la
inmensa mayoría jamás se asimila por completo. El famoso melting pot de
Estados Unidos cada vez funciona menos con los inmigrantes hispanos. Ni
siquiera los cubanos, que son la etnia hispana más exitosa en Estados Unidos,
han logrado asimilarse. Incluso en los últimos tiempos, a medida que la
población hispana se acrecienta, el nacionalismo de las distintas etnias cada
vez se exacerba más. Es muy notable en la superpoblación de los guetos hispanos
de grandes ciudades como Los Angeles, Nueva York y Miami, donde es visible la
resistencia al American way of life.
La diversidad étnica de los hispanos es uno de los factores que más
conspira contra la supuesta hermandad que debería unirlos. La tan alardeada
simbiosis cultural o asimilación del inmigrante en Estados Unidos nunca llega a
ocurrir. Las aseveraciones en ese sentido, que salen de la academia americana y
de la prensa, no se sostienen. En la práctica, la baja preparación y la pobreza no les
permite prosperar en la competitiva sociedad americana y salir de los guetos.
Establezcámoslo de una buena vez. Nada une a los hispanos. Ni siquiera a
aquellos que son verdaderos primos mal llevados, como los uruguayos, argentinos
y paraguayos (intente confundir la nacionalidad de unos y otros, y verá la
reacción nacionalista inmediata). Ni siquiera la música, que en ese afán del
mercado por homogeneizarlo todo han bautizado como “latina”, une a los
hispanos. Porque, ¿qué tiene que ver una quebradita o un pasito duranguense con
el son cubano. O el merengue con el guaguancó. O la bachata con la timba. O el
vallenato con el mambo. O la plena rioplatense con el chachachá. O el tango con
la cumbia. O la ranchera con el joropo? Nada. La concepción de los hispanos
como un todo étnico, cultural y racial sólo responde a una invención semántica
de los censos poblacionales de Estados Unidos y a la conveniencia política de
los grupos proinmigrantes. Las diferencias culturales son tan abismales como
irreconciliables.
La gran mayoría de los hispanos llegados a Estados Unidos terminan
convirtiéndose en grupos segregados en los márgenes sociales. No tienen nivel
educacional competitivo, no dominan el idioma, se aíslan en guetos y se
convierten en críticos acérrimos de todo lo autóctono del país que los recibe.
Los ejemplos sobran. Van desde la crítica superficial a “la celebración gringa
del 5 de mayo como pretexto para tomar margaritas”, hasta la crítica medular al
sentimiento norteamericano de sentirse una nación especial, privilegiada, y
excepcional-comparable al sentido de pueblo elegido por Dios de los judíos-,
que con tanta frecuencia y desprecio se escucha en el discurso cotidiano de los
hispanos. Esos mismos hispanos que exhiben un discurso antirracista y acusan a
los “gringos” de racistas y antiinmigrantes. Un discurso que exacerba, con las
particularidades nacionalistas propias de cada grupo étnico, la crítica feroz
al nacionalismo estadounidense.
La relación entre los inmigrantes establecidos legalmente en la nación y
los estadounidenses es tan compleja, que no es difícil, ante un simple vistazo,
toparse en el discurso proinmigrante profundos sentimientos de desprecio hacia
muchos de los valores fundacionales de Estados Unidos (los violentos ataques
contra el cristianismo evangélico son el mejor ejemplo) y hacia otros grupos
raciales. Pero la prensa tiende a destacar las manifestaciones aisladas de
racismo por parte de estadounidenses y a ignorar el racismo patológico de los
hispanos.
Es difícil encontrar en Estados Unidos manifestaciones
más abiertamente racistas que las de diferentes etnias agrupadas de manera
forzada bajo la conceptualización de "raza hispana". Los hispanos
conviven, pero lo hacen llenos de odios y rencores entre ellos. Un comportamiento
que hace que el discurso proinmigrante lleve implícito dos posturas que están
en los extremos: son antirracistas desde la crítica a la supuesta
discriminación hacia ellos como inmigrantes, pero al mismo tiempo son racistas,
por su arraigado sentimiento antiestadounidense, la discriminación que
practican entre los diferentes grupos étnicos hispanos, y la confrontación
patológica−es mutua y prejuiciosa−con los afroamericanos.