El periodista
mexicano Jorge Ramos es el típico extranjero que aprovecha las bondades de
Estados Unidos y termina convirtiéndose en un agente de influencia
antiestadounidense al servicio de su país de origen. A Ramos le parece injusto
que sean deportados los ilegales que hayan cometido un fraude ante una agencia
del gobierno. Ramos cree que quienes hayan falsificado documentos como tarjetas
de seguro social o licencias de manejar no han cometido delito. O sea, que
violar la ley al estar de manera ilegal en el país (motivo suficiente para ser
deportado) y cometer actos fraudulentos no los hace elegibles para ser
deportados. Ramos no entiende que su lógica va contra los cimientos sobre los
cuales se levantó la nación: el respeto a la ley. Pero es lógico que piense
así, viniendo de México, un país donde la corrupción es endémica.
Ramos ha dicho que
Donald Trump es un político antiinmigrante, porque quiere “cortar la inmigración
legal a la mitad, ha llamado violadores y criminales a los inmigrantes de
México, desea prohibir la entrada a personas de seis países mayoritariamente
musulmanes, en la campaña dijo que podría deportar a 11 millones en dos años sI se manejaba correctamente, y sus órdenes de arrestos a cualquiera que haya
entrado ilegalmente está generando terror en la comunidad latina”. Desmontemos
de una vez y por todas este discurso panfletario, representativo de la
mediocridad intelectual de Ramos, y de las mentiras que la prensa izquierdista
repite hasta la saciedad sin ningún argumento que pretenda darles legitimidad.
La propuesta de
Donald Trump de recortar la inmigración legal no solo es moral y éticamente
justa para Estados Unidos, sino que es sensata, necesaria y absolutamente
legítima. Se respalda en criterios universalmente aplicados por todos los
países a la hora de recibir inmigrantes: selectividad cualitativa y límites
cuantitativos. Es decir, un proceso discriminatorio. La inmigración
indiscriminada, sea legal o ilegal, tiene un carácter destructivo para la
nación receptora. En la actualidad la inmigración legal que llega a Estados
Unidos está basada en patrones que van en contra de los patrones políticos,
sociales, económicos y culturales de la nación. La inmigración en cadena tiene
que ser limitada, porque no beneficia en nada a Estados Unidos. La llamada
reunificación familiar es un falso argumento. Que un individuo que haya
emigrado tenga derecho a reunirse con hijos menores y conyúges parece
plenamente justo, porque son integrantes del círculo familiar más íntimo, que
podría integrarse al modo de vida de la nación, pero que tenga derecho a traer
a padres que por su edad jamás se asimilarían y terminarían convirtiéndose en
carga para la seguridad social a costa de los contribuyentes, o a hermanos que
tendrán derecho a traer a sus esposas e hijos, alargando hasta el infinito la
cadena migratoria, es inmoral e injusto para la integridad y la coherencia
cultural de Estados Unidos.
Dentro de ese patrón
discriminatorio es justo que Estados Unidos establezca que el idioma y la
preparación académica sean una prioridad migratoria. Hablar inglés y tener
títulos universitarios debería ser un elemento primordial para la elegibilidad
de quienes buscan emigrar legalmente al país. Ramos dice que esto llevaría a
darle una preferencia a inmigrantes de Gran Bretaña, Australia, Irlanda y
Canadá por encima de América Latina, África y Asia. Miente deliberadamente. En primer lugar,
porque los nativos universitarios de esos países tienen en su tierra las
condiciones socioeconómicas y políticas necesarias para un desarrollo pleno,
por lo que sería difícil que prefieran desarraigarse culturalmente para buscar
condiciones de vida similares, o inlcuso inferiores, en Estados Unidos. Nadie
elige irse de su tierra natal, a no ser que las condiciones de vida en ella le
sean hostiles. Los mejores ejemplos de eso son Cuba y Venezuela: los
profesionales de esos países no emigraban hasta que llegaron al poder en sus
países regímenes autoritarios. Por lo tanto, es más factible que esa medida le
abra las puertas a nativos de la India, México, Argentina, Venezuela, Cuba,
Haití, República Dominicana, Brasil, Rusia o China, cuyos países tienen
condiciones socioeconómicas y políticas hostiles para las personas
profesionalmente preparadas. En todo caso, la implementación de esta política
estimularía la llegada de inteligentzia al
mercado laboral estadounidense, en detrimento de las economías de los países
emisores.
Ramos se pregunta si
existe “un plan para cambiar demográficamente a la nación”. Cree que la
propuesta busca traer más blancos anglosajones al país. Su ignorancia sobre las
motivaciones migratorias no le permite comprender que hablar inglés y tener una
formación académica universitaria no tienen ninguna vinculación racial. Tiene más
bien que ver con planes educativos. Si la India o Dominicana forman a un
ingeniero que hable inglés y no les da las condiciones de vida necesarias en su
país, tienen más oportunidad de que ese profesional emigre a Estados Unidos,
independientemente de su grupo étnico. Por el contrario, si un británico o un
australiano habla inglés, pero no tiene una formación universitaria, tendrá
menos posibilidades de venir legalmente a vivir a Estados Unidos, aunque sea
blanco y protestante.
Ramos también se
pregunta si al gobierno de Trump “le inquieta que Estados Unidos esté en camino
de convertirse en una nación compuesta solo por minorías”. La respuesta a este
disparate es obvia. No le inquieta, le alarma. De la misma manera que le alarma
a la mayoría de los estadounidenses. De la misma manera que debería alarmarle a
cualquier gobierno estadounidense, y no únicamente al de Trump. De la misma
manera que le alarma a los gobiernos de todos los países del mundo. La razón es
tan sencilla como lógica. Si Estados Unidos se convirtiera en una nación
compuesta solo por minorías (a lo que Ramos se refiere es a que los
anglosajones dejen de ser mayoría cultural y racial), donde incluso los
hispanos de convirtieran (como Ramos pretende, desea y le parece lógico que ocurra) en una minoría mayoritaria, o lo que es lo mismo, en una nueva mayoría,
según algunas predicciones estadísticas, la nación dejaría de ser lo que es, se
debilitaría de tal manera, que perdería la hegemonía socioeconómica y cultural
que hoy posee. Le pasaría lo mismo que a Roma con los bárbaros. Convertir a
EEUU en una nación de minorías, donde incluso un grupo étnico nativo, los
afroamericanos, se vería minimizado en el tejido cultural de la nación, sería
barbarizar al país. Las minorías, culturalmente ajenas, no fortalecerían al
país, como preconizan los defensores de la inmigración indiscriminada, sino
todo lo contrario. Es como si los turcos fueran una parte igualitaria en
Alemania o los árabes en España. La
propuesta de convertir a Estados Unidos en un país de minorías, es una
imbecilidad aberrante que solo puede ser la propuesta de un hispano racista y
antiestadounidense como Jorge Ramos. Es una propuesta antiestadounidense tan
peligrosa, que debería ser condenada enérgicamente no solo por los nativos,
sino por cada inmigrante que ha llegado al país en busca del “sueño americano”
huyendo de la desgracia sociopolítica y económica de su país de origen.
Para Ramos es
imposible regresar al pasado, a 1965, cuando se reformaron las leyes
migratorias y 9 de cada 10 estadounidenses eran blancos no hispanos. Ramos basa
su tesis en el hecho de que, según la Oficina del Censo, para 2015 la mayoría
de los bebés nacidos en Estados Unidos eran miembros de minorías. Y tiene
razón, Trump no podrá a corto plazo revertir la tendencia con una política
migratoria más restrictiva, pero lo que sí logrará es frenar la tendencia.
Detener el destructivo proceso de hispanización.
La pluralidad que
“se está gestando desde dentro”, esa que según los pronósticos convertirá para
el 2044 a los blancos no hispanos en una minoría, tiene que ser frenada y
mermada, si no queremos que la nación sea aniquilada por la barbarie hispana.
La inmigración hispana en Estados Unidos aporta más elementos negativos que
positivos, y se ha convertido, desde su compleja heterogeneidad, en
profundamente perniciosa y destructiva para los valores medulares del país.
Cuando Ramos dice
que Estados Unidos “siempre ha sido un país mixto. Los nativos americanos
vivían aquí siglos antes de que llegaran los pilgrims o primeros habitantes
procedentes de Europa. Gracias a los viajes de Juan Ponce de León en la Florida
en 1513, el español se habló en este territorio mucho antes que el inglés. Y
hay evidencia de la presencia de africanos en el país desde principios del
siglo XVII”, está manipulando los hechos históricos, inventándose un pasado que
nunca existió, para justificar un presente caótico y anunciarnos un futuro
luminoso que, al ser sometido a un escrutinio riguroso, no resiste la embestida
de los hechos reales, y nos deja ver la destrucción cultural que amenaza a la
nación. Manipula los hechos, como arcilla mojada, para que sean compatibles con
la agenda política que defiende, porque los nativos que vivían aquí, los
españoles que vivían aquí, los africanos que vivían aquí, no eran, no fueron,
ni son los Estados Unidos. Ese ente nacional que identificamos como Estados
Unidos de América, es blanco, anglosajón y protestante. No es ni mixto, ni
indoamericano, ni hispano, ni negro. Parafraseando a Séneca, diremos que Ramos
decide, de manera racional, que es justo que el país deje de ser lo que es,
para convertirse en una nueva entidad mixta, plural. Cree, contra toda
evidencia, que la fragmentación de un país sólido, coherente, democrático,
libre y exitoso, convertirá a Estados Unidos en un ente nacional superior más
justo.
Pero pierde la razón
y monta en cólera, cuando Donald Trump y sus 65 millones de votantes le dicen
que está equivocado, que lo que él y sus acólitos han decidido que es justo, en
realidad no lo es. Que lo que él cree justo, en realidad es un proyecto
ideológico contrario a la idea de lo que ha sido Estados Unidos. Un proyecto
que llevaría a que Estados Unidos sea menos competitivo y deje de ser la
potencia hegemónica que es.
Cuando Ramos dice, con
el propósito de demostrar que la inmigración incontrolada es saludable y
beneficiosa para el país, que Trump “no suma las increíbles aportaciones de los
extranjeros a este país. Más del 40 por ciento de las empresas de Fortune 500
fueron creadas por inmigrantes en Estados Unidos”, está manipulando los hechos,
inventando un relato que busca acomodar la realidad al sectarismo ideológico
del marxismo cultural que ha infectado a la izquierda americana y a buena parte
de la sociedad, para fortalecer la visión de un Estados Unidos que no sea
Estados Unidos. El 40 por ciento de las empresas de Fortune no fueron creadas
por inmigrantes, por el simple hecho de que eran buenos y talentosos inmigrantes
que llegaron para hacer al país grandioso, sino que pudieron crear sus empresas
porque llegaron a un país que ya era grandioso, y que tenía todas las
condiciones creadas para que ellos triunfaran. Lo más probable es que si en vez
de llegar a Estados Unidos, hubieran llegado a España, México o Francia, nunca
hubieran alcanzado el éxito. O sea, no existe relación alguna entre la
inmigración y el surgimiento de empresarios y empresas exitosas. El éxito de
esos empresarios es debido a la existencia de Estados Unidos. El mismo Estados
Unidos que la inmigración incontrolada e irracional busca destruir.
El concepto de que
la hispanización es saludable para
Estados Unidos es parte de una creencia que ha sido propagada por el Partido
Demócrata, la academia americana y la Media tradicional que odian lo que es la
nación y ambicionan convertirla, en el mejor de los casos, en una
socialdemocracia europea. La repetición constante de este concepto ha hecho que
sea predominante en buena parte de la sociedad, pero está basado en argumentos
muy frágiles, en una monumental falacia.
La hispanización es
antiestadoundiense per se. Su culto a
la violencia, su patética necesidad del paternalismo estatal, su resistencia
nacionalista a la integración, su racismo, displicencia, bajo nivel educativo,
machismo, y castrante catolicismo, es la mayor amenaza que enfrenta la
democracia estadounidense. Y ni Ramos ni todos los grupos políticos que
presionan a favor de la inmigración ilegal tienen un solo argumento, una sola
prueba, que demuestre lo contrario.
Ramos distorsiona la
realidad, deforma caprichosamente la verdad y echa mano a un relato
sentimental, melodramático y telenovelero, al asegurar que “La gran maravilla
de este país es su tolerancia hacia los que son distintos y su apertura a
nuevos inmigrantes, refugiados, pobres y perseguidos”. Invade la verdad con
deformaciones emocionales, porque no quiere reconocer que lo que hace
maravilloso a Estados Unidos es su sistema legal, económico y político. Lo que
hace grande a Estados Unidos, es la exaltación a la libre empresa, al libre
mercado, a la propiedad privada. Es el respeto a los derechos y libertades, a
las leyes, a la separación de poderes, a
la libertad de expresión y a la libertad política. Ramos abandona los hechos en
favor de una narrativa convenenciera y demagógica.
El país diverso y
plural que Ramos quiere, no es el país que se ha convertido en la primera
economía del mundo, en la democracia más sólida del mundo. El país que Ramos
nos quiere imponer, es el país atrasado y tercermundista del que vienen huyendo
los inmigrantes.
Cambiar el mapa
étnico y cultural de Estados Unidos sería una soberana catástrofe. Es una
propuesta inadmisible. Sería bueno preguntarle a Ramos si le gustaría que los
aztecas dejaran de ser la mayoría étnica de México, para favorecer el
crecimiento de españoles, cubanos, dominicanos, y puertorriqueños. O que una
minoría de blancos angloparlantes provenientes de Iowa, Ohio, Alaska y
Colorado, que no hablen español, fuera una minoria igualitaria a los aztecas y
odiaran comer tacos y picante. O que esa misma proporción minoritaria fuera
negra, hablara francés y proveniera de Haití.
No cabe la menor
duda, Ramos, al menos en cuanto a temas raciales y migratorios se refiere,
padece de una alarmante oligofrenia intelectual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario