sábado, 10 de diciembre de 2016

El Partido Demócrata no asimila la derrota

El golpe a la tradicional arrogancia de la izquierda americana ha sido tal, que reaccionaron lanzando sus hordas más violentas a las calles, tratando de construir, con las armas de los incendios callejeros, la destrucción y las banderas representativas del estalinismo más puro, una epopeya incompatible con la democracia. O más bien, una pretendida epopeya que, en realidad, no es otra cosa que una perreta vandálica.

Una de las víctimas principales de la victoria de Trump ha sido la gran prensa socialista de Estados Unidos. La mayoría de la Media se lanzó a su yugular perdiendo toda idea de balance informativo. Pronosticaron con ferocidad su derrota, en una parcialidad hacia Hilary Clinton como nunca antes de había visto. Lo convirtieron en la viva imagen del demonio. Construyeron la delirante mitología del déspota cruel, ignorante, fascista, egomaníaco, narcisista, despiadado, misógino, racista, homofóbico y tramposo capitalista. Manipularon todas las encuestas. Manipularon las emociones y criminalizaron la incorrección política. 

Ser simpatizante de Trump se convirtió en un delito. Sus partidarios eran agredidos violentamente en todo el país: mujeres golpeadas, ancianos golpeados y robados, indigentes pateados por defender la estrella de Trump en el paseo de la fama de Hollywood. Y todo ante la tolerancia y el silencio cómplice del gobierno, las autoridades y el Partido Demócrata. No hubo un solo agresor arrestado, a pesar de que las imágenes le dieron la vuelta al mundo en las redes sociales. Pero no les funcionó. Donald Trump los aplastó.

Sin embargo no aprendieron nada de la derrota. La han justificado diciendo que Clinton ganó el voto popular, pero no dicen que fue gracias al voto de los millones que viven en las grandes ciudades, que representan, cultural y geopolíticamente, la minoría del país. No dicen que perdieron Estados que tradicionalmente son considerados demócratas, en el afán de minimizar la paliza recibida. Por el contrario, lanzaron una campaña, tras el rostro del llamado Partido Ecologista, para deslegitimar el conteo de votos en Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, porque en sus cabecitas no cabe la idea de que las encuestas que daban ganadora a Hillary se hayan equivocado. Adujeron fraude electrónico en el conteo de votos sin presentar una sola evidencia. Incluso, el presidente Obama ordenó una revisión exhaustiva de los ataques cibernéticos contra el proceso electoral de los que ha acusado a Rusia. Según Obama, los 20,000 correos electrónicos del Comité Nacional Demócrata revelados por Wikileaks, fueron producto del hackeo ruso. No había ahí nada que beneficiara a Trump, más allá de demostrar que los demócratas manipularon el juego político interno para posicionar a Hillary Clinton sobre Bernie Sanders. 

También la han justificado diciendo que perdió por la intervención de James Comey, director del FBI, quien anunció, días antes de la elección, la aparición de nuevos emails que estaban siendo investigados. Pero no dicen que ese mismo funcionario, que de pronto les parecía funesto, había sido alabado hasta por el presidente Obama cuando dijo que no había suficiente evidencia para encauzar a Clinton, algo que obviamente no se apegaba a la verdad. 

Igualmente la han justificado con el machismo americano, que rechazó a Clinton por ser mujer. Pero no dicen que en realidad fue porque era una pésima funcionaria pública sin ningún éxito en su historia política, que arrastraba una estela de corrupción y tráfico de influencias que manchaba de manera burda su trayectoria. 

Y finalmente, la prensa americana ha culpado del revés a las noticias falsas que aparecieron en las redes sociales, sin decir que las noticias falsas aparecieron en contra de ambos candidatos. La Media, desesperada ante su decadencia y su palpable pérdida de influencia en la opinión pública, ha pedido a los dueños de las redes sociales que desaten la censura, que bloqueen las publicaciones falsas, porque según ellos, el público tiene acceso a la falsedad convertida en verdad noticiosa, como si los llamados "auténticos medios de comunicación" fueran puros, como si no mintieran consuetudinariamente. Como si no distorsionaran la información con frecuencia alarmante. Como si su feroz campaña contra Donald  Trump no hubiera estado llena de mentiras, omisiones, distorsiones, manipulaciones burdas, parcialidades, proselitismo político y medias verdades. Como si no hubieran llegado al extremo de darle a Clinton las preguntas que le iban a hacer durante entrevistas previamente pactadas.

Los medios tradicionales no acaban de entender que las redes sociales son eso, sociales, que la libre circulación de ideas, falsas o verdaderas, es su sentido de ser, y que de ellas dependen hasta sus propias publicaciones para promocionar sus contenidos. No aceptan que las redes sociales representan la democratización más brutal y despiadada de la información jamás vista, la caída de la prensa tradicional como "cuarto poder", como factor políticamente determinante. No aceptan que las redes sociales hayan despojado a las élites de la cultura y la política del discurso predominante . Creen, como Humberto Eco, que "le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas (...). Es la invasión de los idiotas". Y es que, como Eco, las élites intelectuales creen que solo los inteligentes tienen derecho a hablar, a opinar. Los demás, sólo tienen derecho a obedecer y aceptar.

Es cierto que la democratización que han traído las redes sociales es indiscriminada y caótica, pero también tan inevitable como necesaria. A esta consecuencia del desarrollo de la comunicación y la interconectividad la han  llamado postverdad, aunque en realidad, lo que estamos viviendo es la constitución de una poliarquía, tan numerosa como anárquica, donde lo mismo hay medios de comunicación sólidamente establecidos, que páginas personales, blogs y medios emergentes de diferentes tendencias ideológicas, de variados formatos, sin dependencia de formas tradicionales de financiamiento y con un grado de libertad editorial nunca antes visto. Una poliarquía donde los medios tradicionales asisten, impotentes, a la pérdida del monopolio de la verdad que ejercían. Las redes sociales han desarrollado la multiplicidad de fuentes informativas y la infinita capacidad de distribución. Diferenciar la verdad de la mentira, la credibilidad de la falsedad, siempre ha sido responsabilidad del consumidor. No sé de qué se escandalizan. Uno puede hallar tanta mentira en los medios de comunicación del mundo considerados serios, como en cualquier otro medio digital.

Siguiendo la lógica de los críticos de las redes sociales y de su influencia en el consumo de la información por las grandes masas, en la "era de la verdad" (controlada por los medios tradicionales ideológicamente inclinados en su mayoría hacia la izquierda), ésta estaba determinada por los grandes intereses económicos y políticos detrás de los medios de comunicación. Su influencia no estaba en el mundo de los acontecimientos diarios, ni en la manera de reportarlos. En eso, estilos y profundidades aparte, la prensa tradicional ha sido bastante correcta. Donde ha jugado un papel distorsionador de la verdad, ha sido en el periodismo de investigación y en el de opinión. Vale solo tomar de ejemplo al periódico con el supuesto mayor prestigio mundial, The New York Times, que se encargó de trasmitir una visión falsa de la guerrilla de Fidel Castro y de la Cuba prerevolucionaria, ayudando a construir una verdad mitológica sobre una gigantesca montaña de mentiras. Y nadie contrastó la información. Y nadie cuestionó los hechos narrados. Y nadie puso en duda la calidad del periodismo de Herbert Matthews. 

En un ejemplo más reciente, el periódico La Vanguardia, de España, publicó en portada: "Colombia vota por el sí al acuerdo de paz con las FARC", y ya todos sabemos que en realidad el acuerdo fue rechazado en las urnas. El periódico se dejó llevar por las encuestas que pronosticaban una victoria arrolladora por el sí, e imprimió una noticia falsa sin tener confirmación de los resultados. Lo curioso es que nadie en España criticó la seriedad de este medio tradicional ni nadie cuestionó su supuesto prestigio. 

Los ejemplos de la manipulación mediática en la era de la verdad son incontables. Pero ese problema se ha agravado en la "era de la postverdad", ante la incapacidad de los medios tradicionales para competir con la inmediatez, la penetración y la variedad de oferta de los medios no tradicionales. 

Tengo el convencimiento de que estamos viviendo una era de verdad polisémica, en la que nadie tiene el monopolio de la verdad informativa, donde la verdad adquiere múltiples significados, en función de quién la dice y quién la consume. El bombardeo informativo es despiadado, y da la impresión de ser infinito, inagotable.

Para unos la verdad será que Obama fue un buen presidente. Para otros que fue un presidente desastroso. Mientras que para muchos otros habrá sido un presidente mediano. O mediocre. O sencillamente un activista de la izquierda disfrazado de político. Todas estas visiones llegarán distribuidas por los múltiples medios. La verdad ya no será nunca más establecida de manera homogénea por unos medios tradicionalmente inclinados hacia un solo lado del espectro ideológico. La verdad se democratiza, adquiere una nueva perspectiva.   La verdad será aquella en la que crea una mayoría. Sobre la que haya un mayor consenso. Sobre la que los hechos que la respaldad tengan mayor poder de convencimiento. Por ejemplo, se puede decir que Trump es un supremacista blanco que simpatiza con el Ku Klux Klan, y lo apoya, pero no hay ninguna evidencia que respalde esta supuesta verdad. Sin embargo, hay fotos de Hillary Clinton con Robert Byrd, un connotado miembro del clan en West Virgina, del que ella ha dicho que fue su mentor político. Queda entonces en manos del consumidor determinar cuál de esas dos verdades es su verdad. 

En realidad, de una u otra forma, siempre ha sido así. La diferencia es que ahora hay más caminos por los cuales llegar a ella. Antes los caminos eran los mismos y mucho más estrechos. Y mucho más prejuiciados. 

La democracia nunca se ha sostenido, como pretenden algunos, en el "carácter fidedigno de la información". Los pilares de la democracia liberal son mucho más sólidos y complejos: igualdad de derechos y deberes. Igualdad de oportunidades. Libertad política. Libertad económica. Y libertad de expresión.

Pero los enemigos de las redes sociales, que las ven como una amenaza a la democracia, critican esta poliarquía en la que estamos inmersos, porque aseguran que las masas que las consumen, mal alfabetizadas, tienen una pobre capacidad para dilucidar y entender a cabalidad la realidad de los hechos. Como si leyendo los medios tradicionales esa capacidad dejara de ser pobre. 

Lo que se oculta detrás de todo esto, es que los medios tradicionales, asfixiados en sus problemas financieros y en sus posiciones elitistas de superioridad intelectual, no quieren que el público sea quien decida qué consume y qué no. En qué cree y en qué no. Quieren seguir determinando cuál es la verdad informativa. Y qué debe saberse y qué no. Quieren seguir controlando el nivel de alfabetización política de las masas. Malas noticias para los medios tradicionales. Ese mundo al que siguen aferrados no existe más. 

El propio dueño de Facebook Mark Zuckerberg (al que nadie puede acusar de ser de derecha y mucho menos partidario de Donald Trump, sino todo lo contrario), su red social "no jugó ningún papel en influir las elecciones (...) No integramos ni mostramos anuncios en aplicaciones o sitios que contengan contenido que sean ilegales o engañosos, lo que incluye noticias falsas (...) el 99 por ciento del contenido visible para los usuarios es cierto y solo una pequeña parte es falsa". 

Los demócratas no han entendido que Nueva York, California y la Florida no son representativos de lo que es Estados Unidos. De lo que piensa, siente y vive Estados Unidos. Que en esos Estados, con sus grandes masas urbanas, se acumulan minorías de pobres a las que ellos han consentido siempre con políticas proteccionistas, que cambian food stamps por votos, pero que no son representativos de lo que llaman la "América profunda", y que yo prefiero definir como la América real.

En el sur de Florida, por ejemplo, los altos costos de la vivienda, los sueldos bajos y la mala planificación del retiro convierten a la región en uno de los peores lugares de Estados Unidos para ahorrar dinero, según un estudio del sitio financiero Bankate.com.

El sito de finanzas WalletHub afirma que Miami y Hialeah, dos ciudades con alta concentraciones de hispanos, están entre las peores ciudades de Estados Unidos para alcanzar el éxito financiero. WalletHub analizó las 150 ciudades más populosas de Estados Unidos. Miami ocupó el lugar 146 y Hialeah el 148. Son ciudades con elevados niveles de pobreza, y con grandes masas sin seguro médico, sin educación secundaria, con pésimo promedio de ingreso por hogar, sin empleo y sin ahorros.

Los Condados de Palm Beach, Broward y Miami-Dade son tres concentraciones urbanas donde la gente tiene gastos familiares promedio de unos $3,600 más que los ingresos familiares promedio en el país. Notable, los tres condados votaron demócrata, los tres condados acumulan grandes bolsones de pobreza.

En California, donde 6.2 millones de personas votaron por Hillary Clinton, están en continuo crecimiento las masas empobrecidas. Allí, 4,6 millones están afiliados al Obamacare, y el gobierno federal compensa al gobierno estatal con 20,000 millones de dólares por eso. 

El establisment californiano inmediatamente que Trump ganó las elecciones se declaró en pie de guerra. Las amenazas de desafiarlo de la misma manera que Texas desafió a Obama no se ha hecho esperar. De ahí la importancia que adquiere que el Tribunal Supremo también esté bajo control conservador. La "revolución socialista" californiana es una excelente evidencia del vital cambio que necesitaba el país, para frenar la distorsión del modelo de nación que llevó a Estados Unidos a la grandeza. Pocas veces un lema de campaña representaba con tanta certeza el sentimiento de un país: "Make America Great Again".

El sistema de colegio electoral, que elige al presidente de Estados Unidos de manera indirecta, demostró su justicia y lo acertado que estaban los padres fundadores cuando lo idearon. Porque de lo contrario, un solo Estado, el más poblado del país, como es California, que no representa la esencia cultural de la nación, podría elegir a un presidente. Un Estado donde una minoría hispana, en esencia antiestadounidense, pudiera decidir que el país sea gobernado por políticos que representan muy poco o nada la esencia de la nación, y que se identifican con un notable sentimiento antinorteamericano, en rechazo a todo lo que ser norteamericano ha significado durante más de dos siglos. Bajo esa premisa cabe afirmar que los simpatizantes del Partido Demócrata (y buena parte de su élite política) es cada vez más manifiestamente antiestadounidense. 

Una de las mejores muestras del antinorteamericanismo de los simpatizantes demócratas a lo largo de toda la nación ha sido la postura pública del futbolista Colin Kaepernick. Primero se negó a ponerse de pie durante la entonación del himno de Estados Unidos en un partido de la NFL. Después apareció en una conferencia de prensa con una camiseta que tenía la imagen de Martin Luther King junto a Fidel Castro. La imagen era la mejor muestra de su incapacidad intelectual para descodificar los signos. Porque mientras aseguraba que su protesta era contra la "sistemática opresión de las minorías" y reclamaba "libertad para toda la gente", exhibía en su pecho a uno de los mayores símbolos de todo lo contrario. 

La estupidez de Kaepernick lo llevó a demostrar una ignorancia sin límites cuando afirmó que "una cosa que Fidel Castro hizo es que ellos tienen (los cubanos) el más alto promedio de alfabetismo porque ellos invierten más en su sistema de educación que en su sistema de prisiones, lo que no hacemos aquí pese a que somos totalmente capaces de hacerlo". Torcía la verdad y terminó quitándole cualquier posible legitimidad a su postura. 

El 25 de noviembre se anunció la muerte oficial de Fidel Castro (la verdadera no se sabe cuándo ocurrió), y el día 27 Kaepernick fue víctima de la justicia divina. Tuvo que acudir a Miami con su equipo, los 49ers de San Francisco, a enfrentar a los Dolphins. En la última jugada, un cubanoamericano, Kiko Alonso, lo tacleó al borde de la línea del touchdown. Lo envió de regreso a su ignorancia y lo hundió en su patética e insostenible postura política. 

De inmediato recordé la manera en que Jesse Owens humilló al fascismo alemán con sus 4 medallas olímpicas. Recordé que Owens vivió y triunfó en una época donde la segregación racial dividió brutalmente a la sociedad americana. Y que su figura contribuyó a que este país se haya convertido en uno de los más justos del mundo, a pesar de sus imperfecciones. Contribuyó a que negros como Kaepernick tengan hasta la libertad de ser antiestadounidenses sin que nadie  los meta a la cárcel, como sí sucede en la Cuba comunista. Me recordó que el racismo está presente en cualquier raza. 

El infeliz de Kaepernick jamás podrá recuperarse de la humillación deportiva que sufrió, pero sobre todas las cosas, jamás podrá justificar que en este país las minorías son reprimidas por predisposiciones del poder. El Estado, en su esencial función represora, lo hace a través de las instituciones legales. Las causas de que las cárceles de Estados Unidos estén llenas mayoritariamente de negros e hispanos son consecuencia de fenómenos más complejos, que la pobreza intelectual de Kaepernick y su obvia incultura no le permiten comprender.

La izquierda estadounidense, en su afán por desacreditar a Donald Trump y todo lo que él representa, pretendió durante todo el proceso electoral comparar a Trump con Hitler, Fidel Castro y Hugo Chávez, para respaldar la tesis que esgrimían constantemente: es un populista narcisista y con ínfulas de tirano romano. Lo curioso es que los referentes ideológicos usados están más cerca de los principios de la socialdemocracia americana, que del perfil del multimillonario. El perfil del presidente Obama es mucho más el de un populista demagogo que el de Donald Trump. 

Obama está mucho más identificado con el populismo ambicioso y sin escrúpulos de Andrew Jackson (el verdadero padre ideológico del Partido Demócrata), y utilizó a las masas urbanas y a las minorías para defender su agenda social e impulsarlas a clavar sus garras en el corazón de la América real, hasta defenestrarla y desangrarla. Esa fue su primitiva manera de ejercer el poder y crear una atmósfera política favorable a sus propuestas populistas.


El Partido Demócrata, con la complicidad de la casi totalidad de la prensa, trató de identificar al presidente Donald Trump con un Estados Unidos negativo, lleno de maldad, odio, racismo y resentimiento. Un Estados Unidos aferrado a un nacionalismo rudimentario defendido por individuos incivilizados. Para ellos, Trump se convirtió en la figura que sostenía las ideas más retrógradas, las más terribles. En el hombre capaz de agrupar a su alrededor a todos los peores grupos del país. Intentaron ridiculizarlo y denostarlo, pero provocaron el efecto contrario. Donald Trump se convirtió, para millones de estadounidenses, en la figura tras la cual había que alinearse para recuperar la democracia, los derechos, las obligaciones, el respeto internacional perdido. Obama se encargó durante 8 años de empequeñecer las libertades públicas y privadas con una profunda intromisión del gobierno. Fue un potente atizador de odios y resentimientos. El movimiento nacional que generó el presidente Trump ha sido simplemente una respuesta popular a un gobierno populista que gobernó para beneficio de élites políticas socialistas y de minorías en detrimento de la clase media y la clase trabajadora estadounidense.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Donald Trump y la política hacia Cuba



La política del presidente Obama con relación a Cuba, implementada a través de órdenes ejecutivas, resultó ser un rotundo desacierto. No porque haya significado una estrategia de concesiones unilaterales que no han beneficiado en nada al pueblo cubano, sino porque han violentado la Ley Helms-Burton, de la misma manera que violentó las leyes migratorias vigentes con sus órdenes ejecutivas.

Con un Congreso de mayoría republicana y un presidente republicano, la libertad de los presos políticos, el respeto a las libertades básicas y las elecciones libres, tienen que ser las tres estrategias cardinales de la política hacia Cuba. Los hechos históricos han demostrado que no se puede negociar con dictaduras estalinistas. 

Trump tiene en la ley Helms-Burton el instrumento legal para definir su estrategia hacia Cuba. Si en verdad está comprometido con la democratización del país caribeño, poner en vigor el título 3 de la ley, que permitiría a los propietarios de reclamaciones certificadas demandar a las compañías estadounidenses que hayan realizado negocios en Cuba con propiedades confiscadas a estadounidenses, sería la mejor manera de demostrarlo. Como hombre de negocios antes que político, Donald Trump debería entender mejor que nadie la trascendencia de poner en vigor a plenitud esta ley.

El presidente Trump puede acabar con el despotismo castrista de dos maneras: 

Una, a través de una ocupación militar (el ejército cubano nunca tuvo opción frente a la poderosa maquinaria militar estadounidense, pero en estos momentos es un ejército sin capacidad militar defensiva frente a una invasión), que sería la opción más rápida, menos costosa y menos traumática.

Otra, a través de la consolidación de varias medidas, como pueden ser: 
1. La eliminación o radical modificación de la Ley de Ajuste Cubano, que impida la inmigración legal de cubanos a Estados Unidos.
2. La ya señalada entrada en vigor del capítulo 3 de la Ley Helms-Burton.
3. La eliminación de todos los viajes a la Isla de ciudadanos americanos, incluyendo los que son de origen cubano.
4. La eliminación del envío de dinero desde Estados Unidos a Cuba.
5. La eliminación de todas las órdenes ejecutivas del presidente Obama. 

El exilio cubano, el pueblo cubano, el gobierno de los Estados Unidos y los países democráticos de todo el mundo, tienen que acabar de entender que ninguna reforma económica que haga el gobierno de Raúl Castro o sus herederos directos conducirá a la democracia y a la libertad en la Isla. No hay un solo ejemplo en el mundo que sustente esta tesis, que durante 8 años defendió el obamismo. No sucedió en China ni en Vietnam. No tiene ninguna posibilidad de que ocurra en Cuba. 

La economía se puede reformar. Los ciudadanos pueden gozar de ciertas libertades económicas, incluso de muchas libertades económicas, sin embargo pueden permanecer con todas sus libertades políticas extirpadas eternamente. Y esa es, con toda seguridad, la apuesta del castrismo. Contrario a lo que muchos creen, el castrismo sin Fidel y Raúl Castro puede sobrevivir. 

El anunciado retiro del poder político de Raúl Castro en 2018 es difícil que lleve al poder a un civil como Miguel Díaz-Canel. Al menos, no a un poder real. Mucho más si tomamos en cuenta que dos líderes históricos del castrismo están en la línea directa de sucesión: Ramiro Valdés y Guillermo García. Mientras permanezca en las esferas del poder la corrupta y enriquecida casta militar que controla todas y cada una de las grandes empresas de Cuba, será muy difícil que se arriesguen a hacer cambios políticos que pongan en riesgo sus prebendas.

El presidente Trump tiene que poner a un lado los intereses de ciertos grupos económicos de presión en Estados Unidos, sobre todo de algunos estados agrícolas, y convertirse en el primer presidente estadounidense en comprender que lo que realmente beneficia a los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos es una Cuba democrática e insertada en las reglas de juego de la economía mundial. 

Si Trump entiende que con la eliminación del castrismo no solo beneficia al pueblo cubano, sino que libera a toda América Latina de un referente ideológico muy peligroso, que ha sido capaz de generar violentas deformaciones en países como Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, estaría construyendo una parte importante de lo que será su legado como presidente. 

La casta militar cubana no va a cambiar su atrincheramiento en posturas que son hoy más económicas que ideológicas. El presidente Trump tiene que forzar las condiciones económicas y sociopolíticas necesarias para expulsarlos del poder, de manera violenta o negociada, pero expulsarlos. De lo contrario, no lo cederán por su buena voluntad.

Si el presidente instaura la segunda vía y, como algunos analistas pronostican, en Cuba se crea una situación de crisis humanitaria o una explosión migratoria, entonces tocaría implementar la primera vía. 

El presidente no debería tener ningún temor a tomar el toro por los cuernos. Al fin y al cabo, llegó a la Casa Blanca mediante la incorrección política. Si acepta que un cáncer no se puede tratar con aspirinas, entonces los días del castrismo estarán contados. Si se comporta con la misma indecisión y contención de sus antecesores, entonces, cuando tenga que ir a las elecciones para un segundo mandato, el electorado cubano volverá a mostrar su capacidad de influir en unas elecciones y podría pasarle la factura.

La comunidad cubanoamericana castigó duramente a Hillary Clinton favoreciendo con su voto a Donald Trump y a todos los políticos cubanoamericanos que aspiraban a posiciones en el Senado y en la Cámara de Representantes, demostrando una postura si bien no monolítica contra la política de Obama hacia Cuba, sí bastante mayoritaria.

Pese a que algunos analistas que han defendido abiertamente la política obamista y que durante años han tratado de demostrar con encuestas de opinión que los cubanos han cambiado su manera de pensar sobre Cuba, que la posición a favor de un dialogo capitulador con el castrismo era la tendencia dominante, ahora niegan la importancia del voto cubano en la victoria de Donald Trump en la Florida basándose en nuevas encuestas. 

Pero, ¿quién les va a creer si tras las elecciones se quedaron sin ninguna credibilidad? Esto, a pesar de que hay cálculos que ubican el voto cubanoamericano en la Florida entre el 52 y el 60%. Cálculos que, como sabemos, no reflejan necesariamente ese voto de silencio que aupó a Trump para llevarlo a la victoria. Muchos cubanoamericanos que votaron por Trump siguen guardando silencio con respecto a su verdadera elección. 

Cuando en las calles de Miami pudimos ver a cientos de jóvenes cubanoamericanos festejando la muerte del tirano Fidel Castro, comprendimos que las encuestas de universidades como FIU, penetradas por la inteligencia cubana, o del grupo de cabildeo procastrista CubaOne no reflejan el verdadero sentimiento de la comunidad cubana. 

En última instancia, si el voto cubanoamericano no hubiera sido un factor decisivo pleno en la victoria del republicano, al menos ayudó bastante, y el presidente Donald Trump está consciente de eso. Su definición de que Fidel Castro fue un "dictador brutal", resultó ser la única expresión congruente emitida por un líder mundial. Sobre todo en marcado contraste con la afirmación de Obama de que "la historia juzgará el enorme impacto de esta singular figura". Una declaración  mediocre que buscaba soslayar el legado de crueldad, crímenes y miseria de un hombre que fue, más que un dictador, un tirano sanguinario. Josh Earnest, el vocero de la Casa Blanca, intentando de minimizar el impacto de la desafortunada declaración presidencial, terminó reafirmando la pusilanimidad que caracterizó al obamismo, cuando aseguró que el presidente Obama quiso "evitar la espiral descendente de recriminaciones mutuas". La verdad del presidente electo, contra la hipócrita adulación compasiva del presidente saliente, como reflejo de quién de los dos tiene un auténtico talante de líder.


Cuba y los cubanos necesitan a un presidente que no tema actuar con la rigurosidad que se requiere. Casi 60 años de doloroso atrincheramiento del casticismo no solo le han causado mucho daño a la cultura y la nación cubanas, sino también a Estados Unidos y a su rol hegemónico en el mundo. Es hora de que el presidente Donald Trump corrija esta situación. Las condiciones políticas y económicas mundiales son idóneas para que se decida a hacerlo. Estaría matando dos pájaros de un disparo: acabaría con el castrismo y con la inmigración indiscriminada de cubanos a los Estados Unidos.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Donald Trump, la globalización y la crisis del multiculturalismo


La hegemonía de Estados Unidos está en franco deterioro. Las señales que lo  demuestran están a la vista de quien quiera verlas. No son un invento de Donald Trump. El país se mantiene como la primera potencia económica a nivel mundial, pero sus problemas sociopolíticos están desacelerando el motor que impulsa su músculo económico y poniendo en crisis la funcionalidad de su sistema legal.

No es Donald Trump quien ha colocado a Estados Unidos al borde de la decadencia ("al borde del abismo", según palabras del activista proinmigración ilegal mexicano Jorge Ramos). Trump es solo una consecuencia sociopolítica directa. El país ha sido llevado a ese "abismo" por los intereses de una clase política de izquierda cada vez más aliada con un proyecto de nación que se encamina por peligrosos desfiladeros socialistas, contrarios a los principios que delinearon el perfil de la nación y ayudaron a levantar su poderío, y con una clase política de derecha cada vez más vinculada con la amoralidad de los grandes capitales financieros, en detrimento no de la cacareada igualdad social, esa herramienta demagógica por excelencia de la izquierda, sino de la igualdad de oportunidades, que es, en esencia, la que nos es otorgada al nacer, la que está en la Declaración de Independencia, porque, como todos sabemos, nadie es igual a nadie al momento de venir al mundo. Sí, "todos los hombres son creados iguales", de la misma manera, pero no en igualdad de condiciones. 

La igualdad es uno de los conceptos humanos más estúpidos y dañinos. Ningún hombre jamás ha sido ni será igual a otro. La grandeza de la humanidad y su capacidad para evolucionar, radica, justamente, en esa desigualdad que se expresa en las enormes virtudes de la individualidad, de la diversidad y la otredad. Lo demás son falsos intentos de ingeniería social y conceptualizaciones demagógicas contrarias a la verdadera naturaleza humana. La igualdad no se establece por decretos de gobiernos intervencionistas, como pretenden las nutridas tropas de la izquierda americana y mundial, antiestadounidenses por antonomasia, se alcanza a través de la justicia social que se instrumenta con la instauración de derechos y la defensa de las libertades, la individualidad, la economía de mercado libre y la democracia. 

Hillary Clinton afirmó durante su carrera hacia la Casa Blanca que Donald Trump construyó su campaña "sobre el prejuicio y la paranoia (...) reforzando estereotipos hirientes". Nada más alejado de la verdad. Lo hizo dándole voz a la rebelión de la masa americana contra la masa de inmigrantes ilegales que, contrario a lo que decía Ortega y Gasset, se valora a sí misma como especial y superior a la masa americana, y con el derecho de imponer su visión del mundo, en detrimento de la excepcionalidad estadounidense y de la escala de valores de la nación. Una situación que Hillary y los demócratas ven como políticamente ventajosa, pues han convertido a las minorías más pobres, menos educadas, con pocas ambiciones, e incapaces de gobernar sus vidas sin la ayuda del paternalismo estatal, en seguidores incondicionales.

Trump, casi de manera inconsciente, con un estilo vociferante que desestabilizó  al establishment republicano y demócrata, desbarató el equilibrio político existente. Es obvio que no se propuso generar toda una revolución política, pero la provocó cuando se dio cuenta que si decía lo que pensaba, podía llegar a la masa que pensaba como él, pero guardaba silencio. Entendió, más por intuición que por sabiduría, que como Ellie Wiesel le enseñó al mundo, guardar silencio era consentir lo que estaba pasando en el país. Entonces se posicionó, disparó, dio en el blanco y quebró el silencio cómplice que mantenía la nación. La nación que lo amó y odió en público, y aplaudió en privado. Al final, el discurso político de Trump ha sido un discurso fragmentado y caótico en la forma, por su poca capacidad para la oratoria y su inclinación hacia el histrionismo, pero en esencia ha sido patriótico en el estricto sentido en el que los estadounidenses han entendido el patriotismo. O sea, libertad económica, democracia, valores éticos, valores morales, valores religiosos, y respeto a la individualidad y a la legalidad–aun cuando el comportamiento de Trump tenga rasgos que sus oponentes han atacado como antipatrióticos (el no pago de impuestos) y amorales (el supuesto acoso sexual de varias mujeres)–. Un discurso que va contra quienes predican la ignorancia de los estadounidenses que profesan su creencia en Dios, se niegan a hablar inglés, creen que el derecho a portar armas es una actitud medieval y que el gobierno está obligado a cubrir todas sus necesidades elementales. O lo que es lo mismo, un discurso que se opone a la creación de un Estados Unidos que no se parezca a Estados Unidos.

Trump y una gran parte del país han entendido que legitimar con indiferencia cómplice la posición política sobre inmigración ilegal que defiende la izquierda estadounidense, significa atentar contra Estados Unidos, asumir una posición francamente antiestadounidense.

El multiculturalismo que asesina lentamente a las democracias europeas está socavando la esencia de la gran nación americana. El discurso de la izquierda en defensa del multiculturalismo es articulado sobre la base de que son las democracias occidentales las culpables de los éxodos que llegan desde las periferias. Para la izquierda la culpa de las migraciones, las miserias, los horrores, y los desastres sociopolíticos son consecuencia del colonialismo y su saqueo de recursos económicos, humanos y culturales. La izquierda mundial quiere convencernos de que no se le puede pedir a las masas que huyen de naciones antidemocráticas de todo el mundo, que se adapten a la cultura exitosa de los países que las reciben. La izquierda mundial se opone con ahínco a exigirle a esas masas de inmigrantes, generalmente de escasa preparación profesional, que se adapten y se integren a las sociedades receptoras. Para la izquierda mundial estas masas deben defender su identidad cultural, religiosa y política. No deben, bajo ningún concepto, aceptar las asimilaciones culturales, sino exigir el respeto absoluto a su cultura, la tolerancia a una desafiante oposición a la nación que los acoge, al poder establecido, a la legalidad imperante y a una supuesta arrogancia de la cultura dominante.

El experimento del multiculturalismo en Europa ha sido un rotundo fracaso. Un estudio comparativo sobre la integración en los países de la OCDE y la Unión Europea arrojó que "un trabajador inmigrante tiene el doble de posibilidades de ser pobre en comparación con un trabajador nacional. La probabilidad de que vivan en condiciones de hacinamiento es más del doble (19% frente al 8%). En 2012-2013 la tasa de paro entre los inmigrantes de la UE era del 16%, seis puntos por encima de la media europea (...) Desde 2007-2008, las tasas de desempleo entre los jóvenes de origen inmigrante se han deteriorado en la mayoría de los países (...) el desempleo juvenil es un 50% mayor entre los inmigrantes de segunda generación que entre los nacionales. En total, 880,000 de estos jóvenes ni trabajaban ni estudiaban (...) Uno de cada dos menores residentes en un hogar de migrantes vive bajo el umbral de la pobreza". ("Las desigualdades dificultan la integración del inmigrante en Europa", El país, 3 de julio, 2015). 

A pesar de lo que dice la izquierda, los inmigrantes, en su mayoría, terminan dañando la estabilidad de los países que los reciben. La no integración genera grandes masas parasitarias que provocan estancamiento económico e inestabilidad sociopolítica. El establecimiento o no de estrategias integracionistas no determina la inserción exitosa de inmigrantes a una nueva cultura. El éxito radica en el hecho concreto de que los inmigrantes respeten a la cultura que los recibe, acepten las reglas del juego político, económico y social establecidas, y finalmente dejen de resistirse a los valores de las sociedades receptoras, para tratar de imponer su cultura–en ocasiones a través de la violencia–. La convivencia multicultural ha sido un desastre en todos los sentidos. Se pueden conservar la religión (los judíos lo han hecho a lo largo de la historia), las tradiciones musicales, las tradiciones culinarias y las lenguas originarias (en Estados Unidos más del 62% de los hispanos prefiere hablar español en lugar de inglés), lo que no se puede es tratar de imponerlas como norma dentro de una sociedad que es ajena a esas tradiciones. No se puede pretender convertirlas en predominantes, que sean aceptadas como normas públicas de comportamiento que atentan contra las costumbres y modos de vida establecidos.

El multiculturalismo ha fracasado porque los inmigrantes llegan a las sociedades receptoras no como huéspedes que son depositarios de la generosidad de los nativos, sino como conquistadores que buscan arrasar con lo existente para imponer su visión. 

El multiculturalismo llegó envuelto en los ropajes de una postmodernidad tolerante, conciliadora y humana vendidos por la izquierda mundial, pero la soberbia postura del bárbaro conquistador asumida por los inmigrantes se encargó de desnudarlo, para mostrar su naturaleza desestructuradora, divisionista, demagógica, populista y retrógrada. 

No se trata, como argumenta la izquierda, de que quienes se oponen al multiculturalismo sean defensores de la exclusión y el status quo, sino de que el multiculturalismo es, por naturaleza, opuesto a la igualdad, excluyente. Los inmigrantes no son excluidos en sociedades tradicionalmente fraternales con el inmigrante, como Estados Unidos. Los inmigrantes se autoexcluyen cuando se aferran a posturas que atentan contra las posturas nativas. Quienes se oponen al multiculturalismo defienden la necesidad de preservar los valores fundacionales contra el embate de valores ajenos que les intentan imponer.

El ejemplo más elocuente de cómo los inmigrantes tratan de imponer su cultura sobre la dominante, lo podemos encontrar en las declaraciones del cantante colombiano Juanes a la agencia EFE: "Me he venido sumando a esa cantidad de artistas latinoamericanos que (...)hemos seguido construyendo esta cultura latina dentro del país (...). La idea es seguir adelante y seguir consolidando nuestra cultura, mezclándola también con elementos de la cultura americana (...), pero siempre teniendo una base en esas raíces profundas de lo que es para mí, en este caso Colombia, mi origen (...). Pero no, mentira, la casa, aunque está geográficamente aquí (Miami), nuestro corazón está totalmente en Colombia y con nuestra cultura". 

El impacto del multiculturalismo es negativo. En las grandes ciudades, con sus enormes núcleos urbanos, están las mejores muestras de ese impacto, con la concentraciones en guetos de inmigrantes que nunca se integrarán.

En Estados Unidos la diversidad cultural de grandes ciudades como Nueva York, Los Angeles o Miami no representa los verdaderos valores de Estados Unidos, pero en ellas se pueden observar los auténticos males que afectan a la nación. En ellas están enquistados todos los síntomas negativos que están destruyendo el modo de vida americano. En Miami, por ejemplo, un tercio de los niños en edad preescolar vive en la pobreza, gracias al desempleo, los paupérrimos salarios y los bajos niveles educacionales.

Estados como California y Arizona, con 37% y 32% respectivamente de población hispana, son cada vez menos americanos, debido a un aumento notable de la influencia electoral hispana, una mayor presencia de políticos de origen hispano en puestos importantes, y mayores problemas económicos. 

En California los hispanos son el grupo más afectado por el desempleo y la mitad de las viviendas en ejecución hipotecaria son de hispanos. Un hecho que derrumba el mito constantemente usado por los defensores de la inmigración ilegal, de que se necesita mano de obra hispana en abundancia para sostener la economía del país, porque los hispanos hacen los trabajos que los nacionales descartan.

Los hispanos en Estados Unidos pierden su poder adquisitivo de forma acelerada. Según el estudio "La brecha creciente", de la Corporación para el Desarrollo Empresarial y el Instituto de Estudios sobre Políticas, dado a conocer en agosto de 2016, las familias hispanas se hunden cada vez más en la pobreza, debido a que la población hispana crece de manera tan desmedida, que pierde a gran velocidad su poder adquisitivo. El estudio proyecta que para el 2043 las familias hispanas y negras conformarán más de la mitad de la población de Estados Unidos, y que la diferencia de riqueza de estos hogares  en comparación con los hogares de familias blancas "se habrá duplicado, en promedio, de los $500,000 del 2013 a cerca de 1 millón de dólares". 

El estudio asegura que esta situación traerá consigo el más grave problema económico de la nación. Estados Unidos tendrá que enfrentar una peligrosa masificación de la pobreza, que se profundizará aún más si el gobierno federal no pone un estricto control a la inmigración que recibe.

No cabe la menor duda que la inmigración indiscriminada contribuye al empobrecimiento del país, debido a que las grandes masas que llegan están mal educadas y son culturalmente ajenas a una cultura nativa basada en la meritocracia y el esfuerzo individual, que representan valores poco apreciados por los inmigrantes procedentes de Latinoamérica.

Es notable que los hispanos en Estados Unidos ganan entre $13,000 Y $20,000 menos que los blancos, carecen de ahorros para sobrevivir, sólo un 15% de los adultos logran hacer cuatro años de universidad, y apenas un 45% son propietarios de viviendas. El panorama resulta aterrador.

Para frenar la masificación de la pobreza, Estados Unidos tiene que controlar la  absurda tesis del multiculturalismo. El desenfreno migratorio ha hecho fracasar el melting pot. 

Estados Unidos debiera tomar nota del sonado fracaso del multiculturalismo en toda Europa. La Gran Bretaña ha sido la primera en reconocerlo públicamente, rompiendo sus lazos con la Unión Europea. Esto, a pesar de que los expertos europeístas vaticinan que el llamado Brexit será un desastre que provocará grandes problemas socioeconómicos para el país.

Mark Leonard, Director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, en una apasionada defensa del europeísmo, ha dicho que "la UE impulsó una revolución de la coexistencia entre naciones, promovió los derechos individuales, la ley internacional y la soberanía compartida (...) una "política de vecindario" que exporta los valores europeos y su papel de facilitadora en la creación global de instituciones y modelo de integración regional" ("Boris Johnson y la contrarrevolución", El País, 11 de agosto, 2016). Pero la revolución de la Unión Europea, como casi todas las revoluciones, estaba destinada al fracaso justo por sus pretensiones de compartir soberanías bajo el fundamento de una integración artificial. Como el mismo Leonard señala, en tono de lamento, "la interdependencia se volvió causa de conflicto". Sin embargo, lo que no dice Leonard es que el concepto de multiculturalismo puso en crisis la interdependencia, porque a través de él se pretendió diseñar el nuevo rostro de Europa. Un nuevo rostro que facilitara la inserción en el tejido europeo de fuertes migraciones, principalmente africanas y árabes, culturalmente ajenas a los valores europeos y sus instituciones; ajenas a la cultura occidental, para permitirles una convivencia tolerante. Fracaso total. Estas culturas ajenas se niegan a aceptar la convivencia, atacan a las otras culturas y buscan someterlas. No puede haber una integración regional si existe resistencia y franca oposición de los inmigrantes a las culturas nativas. 

El multiculturalismo ha propiciado el desarrollo de nuevas formaciones políticas que se oponen a la idea de dejar de ser, para que otros sean. Dejar de ser dominantes para pasar a ser dominados. Estas nuevas tendencias políticas en realidad nacen por la necesidad de oponerse a las ideas de una izquierda mundial, que busca imponer un nuevo orden sobre la base de la convivencia cultural. Pero no puede haber convivencia sin aceptación y reconocimiento del otro. ¿Cómo pueden convivir las multitudes islámicas que consideran que el resto de los humanos son infieles a los que hay que convertir o decapitar? 

Las democracias europeas están siendo devastadas por el cáncer multicultural que trae el flujo migratorio incontrolable. Esa es la razón que está impulsando a los pueblos a rechazar las políticas europeístas y a cuestionar la integración de las naciones. El multiculturalismo debilita a los Estado-nación y los empuja al caos político, socioeconómico y cultural.

En Estados Unidos la izquierda intenta venderle a la sociedad la tesis de la trascendencia del multiculturalismo, a través de la permisividad con la inmigración descontrolada. Sobretodo con la inmigración de hispanos que proceden de naciones completamente fallidas. La izquierda estadounidense se niega a aceptar que Latinoamérica es una región integrada por naciones mayoritariamente disfuncionales. 

La integridad de la democracia estadounidense, levantada, desde su fundación, sobre la base de hombres libres e iguales, está siendo amenazada por la cada vez menos encubierta estrategia de la izquierda de establecer la idea de que es  normal, productiva y progresista la convivencia con culturas ajenas a los valores de Estados Unidos. 

La realidad es que esas culturas invasoras resultan conflictivas y beligerantes, debido al arraigado orgullo que sienten por identidades y valores que han arruinado sus naciones originales.  Se instalan en la nación americana con el propósito de competir contra la cultura dominante, creando profundas y problemáticas desigualdades sociales. 

El caso de la cultura mexicana quizás sea el más patético. No por la cantidad de mexicanos que huyendo de la desigualdad de su país viven y pretenden vivir en Estados Unidos, sino por la oposición mayoritaria que manifiestan a la eficiencia y la eficacia del modo de vida americano, y la empatía que establecen con la izquierda americana que busca otorgarles prebendas gratuitas. 

Herederos de una terrible tradición de Estado paternalista, los inmigrantes mexicanos no defienden la igualdad de oportunidades según sus capacidades y competencias, sino el igualitarismo social artificial que ofrece regalarles la izquierda americana a cambio de los votos que les permitan asaltar el poder y permanecer en él durante una larga estadía que les ayude a profundizar la conformación de un Estado-bienestar similar al que ha fracasado en México, fundamentado en la socialización del capitalismo y la política. 

Mientras el liberalismo estadounidense (entiéndase el liberalismo de la manera tradicional, no con la equivocada interpretación que se le da en Estados Unidos) defiende la meritocracia, la competitividad y la igualdad de oportunidades respaldadas por una democracia sólida que garantiza los derechos políticos y sociales de todos, la izquierda defiende el alcance del igualitarismo a través de una justicia social que le regale recursos a los menos favorecidos. Busca compensarlos dándoles de comer, en vez de enseñarlos a competir y ser autosuficientes. 

La democracia estadounidense se deber esforzar por la justicia social entendida como la obligación de ofrecerle a los grupos sociales que están en desventaja competitiva la oportunidad de cambiar sus vidas. Pero cuando se pretende que la justicia se alcanza mediante un igualitarismo social que busca eliminar la desigualdad obsequiando los recursos que el Estado acapara a través de impuestos, para compensar la apatía, el desinterés, la vagancia y la comodidad de ciertos grupos, a cambio de crear una clientela política, se está distorsionando el "modo de vida americano", se le está empujando hacia el modelo de nación socialdemócrata que tan apasionadamente defienden políticos como Bernie Sanders y Elizabeth Warren, o, de forma más solapada, Barack Obama y Hillary Clinton. 

El modelo igualitario que pretende imponer la izquierda americana solo conduce a una sociedad cada vez más injusta y corrupta. La educación no se regala, se  estimula y consolida como herramienta que ayuda a construir el bienestar con un financiamiento sin endeudamiento impagable. La salud no se regala, se garantiza para todos, con el financiamiento de los empleadores y se abarata con regulaciones que eviten los costos excesivos. El empleo no se genera con presupuestos públicos, se estimula con competitividad, programas educativos, invirtiendo en el desarrollo tecnológico, evitando el aumento desmedido de los impuestos, invirtiendo en una economía de innovación y desarrollando nuevos modelos de negocios. Los salarios no se aumentan por decreto, se establecen por la oferta y la demanda del empleo en el mercado, y se compensan con beneficios como vacaciones pagadas, días por enfermedad, días personales pagados y ganancias por repartición de utilidades. La justicia social no es un  obsequio, es un ente que se construye combinando la eficacia económica con las libertades.

La globalización del liberalismo no es lo que provoca la reacción de líderes políticos como Nigel Farage o el polémico empresario Donald Trump. Ellos defienden ciertos valores del Estado-nación, que algunos tachan, equivocadamente, de actitudes y comportamientos populistas, cuando en realidad no son más que reacciones nacionalistas puras, que reflejan el sentimiento de los que se han ido quedando al margen. 

Cuando Trump habla de las migraciones de empleos que benefician a las economías de China, México o la India, está hablando de la distorsión provocada por estos desplazamientos económicos. Cuando habla de controlar la mano de obra ilegal, está hablando de una franca agresión al mercado laboral con mano de obra barata. Cuando habla de que se necesita crear empleos, se esta refiriendo a la necesidad de insertar a la clase trabajadora a la nueva economía. Está haciendo una descarnada radiografía de la crisis que enfrenta la nación americana, que se agrava con la franca intención del Partido Demócrata de empujar, cada vez más, su proyecto de nación socialdemócrata al estilo de la vieja Europa, justo el modelo que ha hecho aguas en todo el continente. 

En Europa el liberalismo ha tenido que enfrentar los obstáculos de la socialdemocracia, con sus excesivos controles estatales, sus incontables beneficencias, sus elevados impuestos y sus estructuras económicas e institucionales cada vez menos moldeables a la nueva economía, a las tecnologías que las desafían, y a las libres migraciones que empujan a cambios culturales que ponen en crisis los modelos de Estado-nación europeos. 

La culpa no la tiene la globalización del liberalismo y los mercados, la culpa la tiene el freno que le imponen las políticas socialdemócratas. Lo que está en crisis es el modelo político socialdemócrata que conspira contra el empuje de la globalización liberal. Y esta confrontación ha puesto en crisis el concepto de Estado-nación. 

La expansión liberal ha desafiado a la socialdemocracia, y esta se resiste a ser barrida. La izquierda mundial está muriendo ante el empuje del capitalismo globalizado, cada vez más poderoso. Pero la funcionalidad y sobrevivencia de esta expansión depende de que se erradique el mito del igualitarismo social. Ya Chateaubriand nos advirtió en "Memorias de Ultratumba", que hay secretas complicidades entre el igualitarismo y el despotismo. 

Es indudable que las desigualdades sociales existen y nadie puede eliminarlas. La justicia social no consiste en equiparar la igualdad de derechos y de oportunidades a la igualdad material y económica que ha pretendido la izquierda. Esta aberración manipuladora se convierte en uno de los fundamentos de las sociedades socialdemócratas o totalitarias, en una promesa política eterna, en una utopía. La igualdad, la justicia social, son, en esencia, el respeto a la dignidad humana, y no se alcanzan a través de leyes que buscan el igualitarismo forzoso, mediante el otorgamiento de beneficios o de caridad. Esta última fundamento también de algunas religiones.

Es el igualitarismo el presupuesto de todos los populistas, no la defensa de los valores culturales de las naciones. Aunque algunos se aferren a la idea de juntar términos como nacionalistas populistas, Marine Le Pen, Trump o Kaczynski, si bien buscan la aceptación popular de sus planteamientos, la inclusión social de los  sectores que han sido desplazados por lo que llamo "mala globalización del capital", son, en esencia, políticos que defienden posturas nacionalistas (no todos con las mismas concepciones ni los mismos objetivos ni las mismas motivaciones personales), que son bien acogidas por buena parte de sus pueblos, pero no defienden el igualitarismo social. Defienden la igualdad de oportunidades y la protección de la cultura nacional. No buscan votos presentándose como redentores de los desposeídos, como pretenden vender los políticos y las elites intelectuales, asustados por su poder de convocatoria, sino que buscan el poder a través de la denuncia de la desintegración cultural que los amenaza. La entrega de privilegios a minorías ajenas culturalmente en detrimento de la cultura nativa. Querer comparar estas posturas con las redenciones nacionales pretendidas por el nacionalsocialismo alemán de Adolfo Hitler, no solo es una exageración desmedida, sino una malintencionada distorsión ideológica y filosófica. Calificar de fascismo cualquier posición nacionalista surgida desde la derecha, es el deporte favorito de la izquierda y sus principales aliados: la prensa y las élites culturales.

La obsesión con los desposeídos ha pertenecido y pertenece a la izquierda en todas sus expresiones y experimentos sociales (incluyendo el nacionalsocialismo alemán), y la está devorando. Incluso, está devorando a la derecha tradicional. Calificar a estos actores políticos de populistas nacionalistas solo demuestra incapacidad intelectual para entender el fenómeno. Es solo una manipulación del discurso político, para cargarlo de la negatividad que las democracias han derramado sobre estos conceptos, y descalificar una postura que les resulta incómoda, que descoloca todas sus creencias. 

Para decirlo a la manera de Francois Furet, se trata de "nacionalistas étnicos" que a riesgo de ser tachados de populistas, se niegan a que las élites políticas establecidas sigan teniendo el monopolio que les permite hablar en nombre del pueblo. 

El capital no pone en crisis a los Estado-nación, es la cultura. La crisis es cultural. Los modelos políticos imperantes han sido superados por el empuje de una nueva economía. El capital ha sido forzado a moverse con las reglas del juego de la vieja economía. 

El liberalismo globalizado necesita un cambio urgente. Un nuevo orden político mundial que realmente lo libere, porque hasta ahora lo único que no ha podido lograr el liberalismo es ser libre. Ha estado atado por gobiernos y políticas anquilosadas. 

En resumen, que la economía se está moviendo en una dirección y la política en otra. Una anomalía muy seria, porque si no hay consonancia entre ambas, el desastre es inevitable. Me temo que la resistencia de la política va perdiendo la batalla ante su impotencia para domesticar la fuerza desbocada de las grandes empresas y el capital financiero. 


En realidad estos políticos nacionalistas no quieren desatar una guerra contra la globalización del liberalismo. Lo que buscan es una guerra para cambiar la forma en que el liberalismo se globaliza. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Por qué perdió Hillary Clinton


Primero, su imagen de mujer corrupta la persiguió toda la campaña.
Segundo, su desastroso desempeño como Secretaria te Estado no había manera de ocultarlo.
Tercero, el escándalo de los emails desaparecidos y los teléfonos celulares machacados dieron la impresión que escondía algunas cosas bastante sucias relacionadas con su desempeño público.
Cuarto, el origen de los dineros de la Fundación Clinton y la relación entre los donantes con supuestos favores políticos llevaban a creer en la existencia de un funcionamiento oscuro en el manejo de los fondos de la Fundación y en un evidente tráfico de influencias.
Quinto, su extraordinario talento para la antipatía no le permitía conectar con buena parte del electorado.
Sexto, su plena identificación con las élites políticas y financieras la distanciaban de las clases populares.
Séptimo, su pifia al catalogar de "deplorables" a los seguidores de Donald Trump.
Octavo, su incapacidad para conectarse con las mujeres.
Noveno, su frialdad y su falta de carisma eran un enorme obstáculo para su campaña.
Décimo, su proyecto político fue plenamente identificado como un continuismo del desacertado gobierno de Obama.
Onceno, ganó el voto popular porque sus electores están concentrados en centros urbanos altamente poblados, pero que no representan la verdadera cultura estadounidense. Nueva York, Florida y California no son el verdadero Estados Unidos. Perdió 30 Estados de la Unión Americana, incluso algunos bastiones demócratas.