sábado, 10 de diciembre de 2016

El Partido Demócrata no asimila la derrota

El golpe a la tradicional arrogancia de la izquierda americana ha sido tal, que reaccionaron lanzando sus hordas más violentas a las calles, tratando de construir, con las armas de los incendios callejeros, la destrucción y las banderas representativas del estalinismo más puro, una epopeya incompatible con la democracia. O más bien, una pretendida epopeya que, en realidad, no es otra cosa que una perreta vandálica.

Una de las víctimas principales de la victoria de Trump ha sido la gran prensa socialista de Estados Unidos. La mayoría de la Media se lanzó a su yugular perdiendo toda idea de balance informativo. Pronosticaron con ferocidad su derrota, en una parcialidad hacia Hilary Clinton como nunca antes de había visto. Lo convirtieron en la viva imagen del demonio. Construyeron la delirante mitología del déspota cruel, ignorante, fascista, egomaníaco, narcisista, despiadado, misógino, racista, homofóbico y tramposo capitalista. Manipularon todas las encuestas. Manipularon las emociones y criminalizaron la incorrección política. 

Ser simpatizante de Trump se convirtió en un delito. Sus partidarios eran agredidos violentamente en todo el país: mujeres golpeadas, ancianos golpeados y robados, indigentes pateados por defender la estrella de Trump en el paseo de la fama de Hollywood. Y todo ante la tolerancia y el silencio cómplice del gobierno, las autoridades y el Partido Demócrata. No hubo un solo agresor arrestado, a pesar de que las imágenes le dieron la vuelta al mundo en las redes sociales. Pero no les funcionó. Donald Trump los aplastó.

Sin embargo no aprendieron nada de la derrota. La han justificado diciendo que Clinton ganó el voto popular, pero no dicen que fue gracias al voto de los millones que viven en las grandes ciudades, que representan, cultural y geopolíticamente, la minoría del país. No dicen que perdieron Estados que tradicionalmente son considerados demócratas, en el afán de minimizar la paliza recibida. Por el contrario, lanzaron una campaña, tras el rostro del llamado Partido Ecologista, para deslegitimar el conteo de votos en Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, porque en sus cabecitas no cabe la idea de que las encuestas que daban ganadora a Hillary se hayan equivocado. Adujeron fraude electrónico en el conteo de votos sin presentar una sola evidencia. Incluso, el presidente Obama ordenó una revisión exhaustiva de los ataques cibernéticos contra el proceso electoral de los que ha acusado a Rusia. Según Obama, los 20,000 correos electrónicos del Comité Nacional Demócrata revelados por Wikileaks, fueron producto del hackeo ruso. No había ahí nada que beneficiara a Trump, más allá de demostrar que los demócratas manipularon el juego político interno para posicionar a Hillary Clinton sobre Bernie Sanders. 

También la han justificado diciendo que perdió por la intervención de James Comey, director del FBI, quien anunció, días antes de la elección, la aparición de nuevos emails que estaban siendo investigados. Pero no dicen que ese mismo funcionario, que de pronto les parecía funesto, había sido alabado hasta por el presidente Obama cuando dijo que no había suficiente evidencia para encauzar a Clinton, algo que obviamente no se apegaba a la verdad. 

Igualmente la han justificado con el machismo americano, que rechazó a Clinton por ser mujer. Pero no dicen que en realidad fue porque era una pésima funcionaria pública sin ningún éxito en su historia política, que arrastraba una estela de corrupción y tráfico de influencias que manchaba de manera burda su trayectoria. 

Y finalmente, la prensa americana ha culpado del revés a las noticias falsas que aparecieron en las redes sociales, sin decir que las noticias falsas aparecieron en contra de ambos candidatos. La Media, desesperada ante su decadencia y su palpable pérdida de influencia en la opinión pública, ha pedido a los dueños de las redes sociales que desaten la censura, que bloqueen las publicaciones falsas, porque según ellos, el público tiene acceso a la falsedad convertida en verdad noticiosa, como si los llamados "auténticos medios de comunicación" fueran puros, como si no mintieran consuetudinariamente. Como si no distorsionaran la información con frecuencia alarmante. Como si su feroz campaña contra Donald  Trump no hubiera estado llena de mentiras, omisiones, distorsiones, manipulaciones burdas, parcialidades, proselitismo político y medias verdades. Como si no hubieran llegado al extremo de darle a Clinton las preguntas que le iban a hacer durante entrevistas previamente pactadas.

Los medios tradicionales no acaban de entender que las redes sociales son eso, sociales, que la libre circulación de ideas, falsas o verdaderas, es su sentido de ser, y que de ellas dependen hasta sus propias publicaciones para promocionar sus contenidos. No aceptan que las redes sociales representan la democratización más brutal y despiadada de la información jamás vista, la caída de la prensa tradicional como "cuarto poder", como factor políticamente determinante. No aceptan que las redes sociales hayan despojado a las élites de la cultura y la política del discurso predominante . Creen, como Humberto Eco, que "le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas (...). Es la invasión de los idiotas". Y es que, como Eco, las élites intelectuales creen que solo los inteligentes tienen derecho a hablar, a opinar. Los demás, sólo tienen derecho a obedecer y aceptar.

Es cierto que la democratización que han traído las redes sociales es indiscriminada y caótica, pero también tan inevitable como necesaria. A esta consecuencia del desarrollo de la comunicación y la interconectividad la han  llamado postverdad, aunque en realidad, lo que estamos viviendo es la constitución de una poliarquía, tan numerosa como anárquica, donde lo mismo hay medios de comunicación sólidamente establecidos, que páginas personales, blogs y medios emergentes de diferentes tendencias ideológicas, de variados formatos, sin dependencia de formas tradicionales de financiamiento y con un grado de libertad editorial nunca antes visto. Una poliarquía donde los medios tradicionales asisten, impotentes, a la pérdida del monopolio de la verdad que ejercían. Las redes sociales han desarrollado la multiplicidad de fuentes informativas y la infinita capacidad de distribución. Diferenciar la verdad de la mentira, la credibilidad de la falsedad, siempre ha sido responsabilidad del consumidor. No sé de qué se escandalizan. Uno puede hallar tanta mentira en los medios de comunicación del mundo considerados serios, como en cualquier otro medio digital.

Siguiendo la lógica de los críticos de las redes sociales y de su influencia en el consumo de la información por las grandes masas, en la "era de la verdad" (controlada por los medios tradicionales ideológicamente inclinados en su mayoría hacia la izquierda), ésta estaba determinada por los grandes intereses económicos y políticos detrás de los medios de comunicación. Su influencia no estaba en el mundo de los acontecimientos diarios, ni en la manera de reportarlos. En eso, estilos y profundidades aparte, la prensa tradicional ha sido bastante correcta. Donde ha jugado un papel distorsionador de la verdad, ha sido en el periodismo de investigación y en el de opinión. Vale solo tomar de ejemplo al periódico con el supuesto mayor prestigio mundial, The New York Times, que se encargó de trasmitir una visión falsa de la guerrilla de Fidel Castro y de la Cuba prerevolucionaria, ayudando a construir una verdad mitológica sobre una gigantesca montaña de mentiras. Y nadie contrastó la información. Y nadie cuestionó los hechos narrados. Y nadie puso en duda la calidad del periodismo de Herbert Matthews. 

En un ejemplo más reciente, el periódico La Vanguardia, de España, publicó en portada: "Colombia vota por el sí al acuerdo de paz con las FARC", y ya todos sabemos que en realidad el acuerdo fue rechazado en las urnas. El periódico se dejó llevar por las encuestas que pronosticaban una victoria arrolladora por el sí, e imprimió una noticia falsa sin tener confirmación de los resultados. Lo curioso es que nadie en España criticó la seriedad de este medio tradicional ni nadie cuestionó su supuesto prestigio. 

Los ejemplos de la manipulación mediática en la era de la verdad son incontables. Pero ese problema se ha agravado en la "era de la postverdad", ante la incapacidad de los medios tradicionales para competir con la inmediatez, la penetración y la variedad de oferta de los medios no tradicionales. 

Tengo el convencimiento de que estamos viviendo una era de verdad polisémica, en la que nadie tiene el monopolio de la verdad informativa, donde la verdad adquiere múltiples significados, en función de quién la dice y quién la consume. El bombardeo informativo es despiadado, y da la impresión de ser infinito, inagotable.

Para unos la verdad será que Obama fue un buen presidente. Para otros que fue un presidente desastroso. Mientras que para muchos otros habrá sido un presidente mediano. O mediocre. O sencillamente un activista de la izquierda disfrazado de político. Todas estas visiones llegarán distribuidas por los múltiples medios. La verdad ya no será nunca más establecida de manera homogénea por unos medios tradicionalmente inclinados hacia un solo lado del espectro ideológico. La verdad se democratiza, adquiere una nueva perspectiva.   La verdad será aquella en la que crea una mayoría. Sobre la que haya un mayor consenso. Sobre la que los hechos que la respaldad tengan mayor poder de convencimiento. Por ejemplo, se puede decir que Trump es un supremacista blanco que simpatiza con el Ku Klux Klan, y lo apoya, pero no hay ninguna evidencia que respalde esta supuesta verdad. Sin embargo, hay fotos de Hillary Clinton con Robert Byrd, un connotado miembro del clan en West Virgina, del que ella ha dicho que fue su mentor político. Queda entonces en manos del consumidor determinar cuál de esas dos verdades es su verdad. 

En realidad, de una u otra forma, siempre ha sido así. La diferencia es que ahora hay más caminos por los cuales llegar a ella. Antes los caminos eran los mismos y mucho más estrechos. Y mucho más prejuiciados. 

La democracia nunca se ha sostenido, como pretenden algunos, en el "carácter fidedigno de la información". Los pilares de la democracia liberal son mucho más sólidos y complejos: igualdad de derechos y deberes. Igualdad de oportunidades. Libertad política. Libertad económica. Y libertad de expresión.

Pero los enemigos de las redes sociales, que las ven como una amenaza a la democracia, critican esta poliarquía en la que estamos inmersos, porque aseguran que las masas que las consumen, mal alfabetizadas, tienen una pobre capacidad para dilucidar y entender a cabalidad la realidad de los hechos. Como si leyendo los medios tradicionales esa capacidad dejara de ser pobre. 

Lo que se oculta detrás de todo esto, es que los medios tradicionales, asfixiados en sus problemas financieros y en sus posiciones elitistas de superioridad intelectual, no quieren que el público sea quien decida qué consume y qué no. En qué cree y en qué no. Quieren seguir determinando cuál es la verdad informativa. Y qué debe saberse y qué no. Quieren seguir controlando el nivel de alfabetización política de las masas. Malas noticias para los medios tradicionales. Ese mundo al que siguen aferrados no existe más. 

El propio dueño de Facebook Mark Zuckerberg (al que nadie puede acusar de ser de derecha y mucho menos partidario de Donald Trump, sino todo lo contrario), su red social "no jugó ningún papel en influir las elecciones (...) No integramos ni mostramos anuncios en aplicaciones o sitios que contengan contenido que sean ilegales o engañosos, lo que incluye noticias falsas (...) el 99 por ciento del contenido visible para los usuarios es cierto y solo una pequeña parte es falsa". 

Los demócratas no han entendido que Nueva York, California y la Florida no son representativos de lo que es Estados Unidos. De lo que piensa, siente y vive Estados Unidos. Que en esos Estados, con sus grandes masas urbanas, se acumulan minorías de pobres a las que ellos han consentido siempre con políticas proteccionistas, que cambian food stamps por votos, pero que no son representativos de lo que llaman la "América profunda", y que yo prefiero definir como la América real.

En el sur de Florida, por ejemplo, los altos costos de la vivienda, los sueldos bajos y la mala planificación del retiro convierten a la región en uno de los peores lugares de Estados Unidos para ahorrar dinero, según un estudio del sitio financiero Bankate.com.

El sito de finanzas WalletHub afirma que Miami y Hialeah, dos ciudades con alta concentraciones de hispanos, están entre las peores ciudades de Estados Unidos para alcanzar el éxito financiero. WalletHub analizó las 150 ciudades más populosas de Estados Unidos. Miami ocupó el lugar 146 y Hialeah el 148. Son ciudades con elevados niveles de pobreza, y con grandes masas sin seguro médico, sin educación secundaria, con pésimo promedio de ingreso por hogar, sin empleo y sin ahorros.

Los Condados de Palm Beach, Broward y Miami-Dade son tres concentraciones urbanas donde la gente tiene gastos familiares promedio de unos $3,600 más que los ingresos familiares promedio en el país. Notable, los tres condados votaron demócrata, los tres condados acumulan grandes bolsones de pobreza.

En California, donde 6.2 millones de personas votaron por Hillary Clinton, están en continuo crecimiento las masas empobrecidas. Allí, 4,6 millones están afiliados al Obamacare, y el gobierno federal compensa al gobierno estatal con 20,000 millones de dólares por eso. 

El establisment californiano inmediatamente que Trump ganó las elecciones se declaró en pie de guerra. Las amenazas de desafiarlo de la misma manera que Texas desafió a Obama no se ha hecho esperar. De ahí la importancia que adquiere que el Tribunal Supremo también esté bajo control conservador. La "revolución socialista" californiana es una excelente evidencia del vital cambio que necesitaba el país, para frenar la distorsión del modelo de nación que llevó a Estados Unidos a la grandeza. Pocas veces un lema de campaña representaba con tanta certeza el sentimiento de un país: "Make America Great Again".

El sistema de colegio electoral, que elige al presidente de Estados Unidos de manera indirecta, demostró su justicia y lo acertado que estaban los padres fundadores cuando lo idearon. Porque de lo contrario, un solo Estado, el más poblado del país, como es California, que no representa la esencia cultural de la nación, podría elegir a un presidente. Un Estado donde una minoría hispana, en esencia antiestadounidense, pudiera decidir que el país sea gobernado por políticos que representan muy poco o nada la esencia de la nación, y que se identifican con un notable sentimiento antinorteamericano, en rechazo a todo lo que ser norteamericano ha significado durante más de dos siglos. Bajo esa premisa cabe afirmar que los simpatizantes del Partido Demócrata (y buena parte de su élite política) es cada vez más manifiestamente antiestadounidense. 

Una de las mejores muestras del antinorteamericanismo de los simpatizantes demócratas a lo largo de toda la nación ha sido la postura pública del futbolista Colin Kaepernick. Primero se negó a ponerse de pie durante la entonación del himno de Estados Unidos en un partido de la NFL. Después apareció en una conferencia de prensa con una camiseta que tenía la imagen de Martin Luther King junto a Fidel Castro. La imagen era la mejor muestra de su incapacidad intelectual para descodificar los signos. Porque mientras aseguraba que su protesta era contra la "sistemática opresión de las minorías" y reclamaba "libertad para toda la gente", exhibía en su pecho a uno de los mayores símbolos de todo lo contrario. 

La estupidez de Kaepernick lo llevó a demostrar una ignorancia sin límites cuando afirmó que "una cosa que Fidel Castro hizo es que ellos tienen (los cubanos) el más alto promedio de alfabetismo porque ellos invierten más en su sistema de educación que en su sistema de prisiones, lo que no hacemos aquí pese a que somos totalmente capaces de hacerlo". Torcía la verdad y terminó quitándole cualquier posible legitimidad a su postura. 

El 25 de noviembre se anunció la muerte oficial de Fidel Castro (la verdadera no se sabe cuándo ocurrió), y el día 27 Kaepernick fue víctima de la justicia divina. Tuvo que acudir a Miami con su equipo, los 49ers de San Francisco, a enfrentar a los Dolphins. En la última jugada, un cubanoamericano, Kiko Alonso, lo tacleó al borde de la línea del touchdown. Lo envió de regreso a su ignorancia y lo hundió en su patética e insostenible postura política. 

De inmediato recordé la manera en que Jesse Owens humilló al fascismo alemán con sus 4 medallas olímpicas. Recordé que Owens vivió y triunfó en una época donde la segregación racial dividió brutalmente a la sociedad americana. Y que su figura contribuyó a que este país se haya convertido en uno de los más justos del mundo, a pesar de sus imperfecciones. Contribuyó a que negros como Kaepernick tengan hasta la libertad de ser antiestadounidenses sin que nadie  los meta a la cárcel, como sí sucede en la Cuba comunista. Me recordó que el racismo está presente en cualquier raza. 

El infeliz de Kaepernick jamás podrá recuperarse de la humillación deportiva que sufrió, pero sobre todas las cosas, jamás podrá justificar que en este país las minorías son reprimidas por predisposiciones del poder. El Estado, en su esencial función represora, lo hace a través de las instituciones legales. Las causas de que las cárceles de Estados Unidos estén llenas mayoritariamente de negros e hispanos son consecuencia de fenómenos más complejos, que la pobreza intelectual de Kaepernick y su obvia incultura no le permiten comprender.

La izquierda estadounidense, en su afán por desacreditar a Donald Trump y todo lo que él representa, pretendió durante todo el proceso electoral comparar a Trump con Hitler, Fidel Castro y Hugo Chávez, para respaldar la tesis que esgrimían constantemente: es un populista narcisista y con ínfulas de tirano romano. Lo curioso es que los referentes ideológicos usados están más cerca de los principios de la socialdemocracia americana, que del perfil del multimillonario. El perfil del presidente Obama es mucho más el de un populista demagogo que el de Donald Trump. 

Obama está mucho más identificado con el populismo ambicioso y sin escrúpulos de Andrew Jackson (el verdadero padre ideológico del Partido Demócrata), y utilizó a las masas urbanas y a las minorías para defender su agenda social e impulsarlas a clavar sus garras en el corazón de la América real, hasta defenestrarla y desangrarla. Esa fue su primitiva manera de ejercer el poder y crear una atmósfera política favorable a sus propuestas populistas.


El Partido Demócrata, con la complicidad de la casi totalidad de la prensa, trató de identificar al presidente Donald Trump con un Estados Unidos negativo, lleno de maldad, odio, racismo y resentimiento. Un Estados Unidos aferrado a un nacionalismo rudimentario defendido por individuos incivilizados. Para ellos, Trump se convirtió en la figura que sostenía las ideas más retrógradas, las más terribles. En el hombre capaz de agrupar a su alrededor a todos los peores grupos del país. Intentaron ridiculizarlo y denostarlo, pero provocaron el efecto contrario. Donald Trump se convirtió, para millones de estadounidenses, en la figura tras la cual había que alinearse para recuperar la democracia, los derechos, las obligaciones, el respeto internacional perdido. Obama se encargó durante 8 años de empequeñecer las libertades públicas y privadas con una profunda intromisión del gobierno. Fue un potente atizador de odios y resentimientos. El movimiento nacional que generó el presidente Trump ha sido simplemente una respuesta popular a un gobierno populista que gobernó para beneficio de élites políticas socialistas y de minorías en detrimento de la clase media y la clase trabajadora estadounidense.