domingo, 26 de febrero de 2017

Trump y la fractura del Partido Demócrata



                               La ventaja se la lleva aquel que aprovecha el momento oportuno
                                                                            Goethe

Los resultados electorales presidenciales del 2016 son el peor descalabro para el Partido Demócrata desde la derrota de Michael Dukakis en 1988. Nunca antes, en los últimos 100 años, los demócratas han estado en una situación política tan calamitosa. Sólo tienen el poder ejecutivo y legislativo en 5 estados. Obama logró en 8 años destruir al partido. Lo curioso es que no se dieron cuenta  o no quisieron darse cuenta, hasta que Trump aplastó a Hillary Clinton. 
La derrota del Partido Demócrata fue tan brutal, tan desmoralizadora, que han quedado ideológicamente desorientados. La experiencia vivida en las internas demócratas, con un Bernie Sanders creando una revuelta antisistema y cargado hacia la izquierda, y la victoria de Trump, han comenzado a movilizar a los talibanes del partido para presionar a la élite con el propósito de que arrope a Elizabeth Warren en el asalto al poder en el 2020. 
El protagonismo que cobró Warren durante su oposición a la confirmación de Jeff Sessions como secretario de Justicia, fue el primer ensayo de esa contienda que se aproxima. 
MSNBC le dio el primer espacio publicitario gratuito de su campaña hacia la nominación demócrata, cuando Rachel Maddow la entrevistó en su programa. El circo romano donde se desarrollará la próxima contienda presidencial, ya soltó a su primera fiera feroz, a la espera de que empiecen a llegar los gladiadores. Por ahora no se avista a ninguno capaz de vencerla.
Es curioso que la destrucción que los expertos presagiaron para el Partido Republicano tras la nominación de Donald Trump, ahora, tras la victoria del magnate, se cierne sobre el Partido Demócrata. La reacción gamberra y gansteril que ha asumido el partido de Jackson, parece que lo terminará alejando aun más del electorado que lo marginó del poder en casi todo el país.
Haber tenido como candidatos a la presidencia a una mujer como Hillary Clinton, soberbia, fría, calculadora, sin carisma y tan corrupta e incompetente como secretaria de Estado, que debió haber sido llevada ante un tribunal; y a un anciano marxista infectado por la rabia anticapitalista, demuestra la decadencia, rigidez y falta de vitalidad del Partido Demócrata. Un partido que para imponer a Clinton como su candidata tuvo que manipular el proceso de primarias para debilitar las opciones de Sanders de convertirse en el candidato.
El marxismo cultural que se ha apoderado del Partido Demócrata ha despojado a los estadounidenses de su patriotismo. La intención ha sido deslavar el amor a la patria, el sentimiento de pertenencia a una tribu, a una nación excepcional, para diluir al estadounidense en el sentimiento antipatriótico de los inmigrantes, que siempre reservan su patriotismo para la tierra de donde provienen. Los hispanos, los musulmanes y los chinos jamás tendrán sentimientos patrióticos por Estados Unidos. 
Sus obsesiones con la corrección política los ha llevado a excesos que golpean constantemente al estadounidense conservador. Los empecinamientos obamistas-como la directiva que instruía que los alumnos transgénero tuvieran acceso a los baños correspondientes al género conque se identifican en las escuelas públicas-, han alejado a los demócratas, de manera casi irreversible, de los estadounidenses. Los demócratas han perdido el norte, al no poder identificarse con los intereses de la mayoría americana, adormecidos por el apoyo de las grandes masas urbanas, que no representan el verdadero espíritu de la grandeza americana.
Cada día de Trump en la presidencia acelera el resquebrajamiento de los demócratas y la izquierda estadounidense, pues consolida el apoyo de los seguidores que lo llevaron a la Casa Blanca. Trump se hace fuerte en el escenario real, mientras que en el escenario inventado por la izquierda, la prensa lo acusa de dictador, los jueces ideologizados tratan de bloquear su agenda política y las encuestas manipulan la opinión pública centrándose en lo que piensan las grandes masas urbanas, que son las bases electorales de la izquierda. La misma realidad que viene siendo derrotada en las urnas desde el 2010.
El Partido Demócrata parece no entender que América lo ha castigado porque dejó de tener representación política. La América sensata, la que no se deslumbra por el idealismo juvenil, por los cantos de sirena del marxismo cultural. La América más experimentada, la adulta, la que no cree en la benevolencia del multiculturalismo ni en la transculturación de una América exitosa y funcional en una América socializada y atea, se ha inclinado abundantemente por construir un país diferente, un país que vuelva a pensarse, a reinventarse, para recuperar su posicionamiento hegemónico en el mundo, a partir de recuperar la nación desde su grandeza económica y cultural. 
El pesimismo de la América adulta se convirtió en esperanza, para derrotar a la América joven y optimista, que quería inclinarse hacia la socialdemocracia al estilo europeo. Después de todo, la historia ha demostrado que la juventud rara vez está acertada en su visión del mundo. Por el contrario, la población madura casi siempre se pone del lado correcto de la historia, y cuando se ha equivocado en su posición, al pensar con el corazón en lugar de con la cabeza, como sucedió cuando votó de manera sentimental por la raza de Barack Obama  y no por sus valores políticos como líder, creyendo que porque era un hombre negro haría bien las cosas, pagó caro el error. Estados Unidos retrocedió en todos los órdenes durante las dos administraciones del presidente Obama. 
Ahora, con Trump en el poder, ha comenzado el proceso de corrección: alentar una sociedad donde la familia recupere sus valores tradicionales y se convierta en un factor de aglutinamiento, en parte de una estructura que aliente valores morales y éticos capaces de incorporar el mundo tecnológico a un engranaje más humano, que empuje la transformación de la nueva economía y de las instituciones sociopolíticas y culturales. Donald Trump representa todo eso. Su proyecto de nación incluye, además, la descentralización de la política, la transformación de las formas de gobierno y la aniquilación de la burocracia y las élites políticas paralizadoras, que funcionan como entes ajenos a los intereses de los gobernados. Destruir viejos modelos, para crear nuevas formas, estructuras e instituciones. 
Donald Trump ha llegado al máximo escenario político mundial como una descomunal disrupción. Contrario a la acepción negativa que la Media le ha dado al término, la dilatación brusca que ha provocado Trump, como respuesta a la desmesurada estrechez política, a las limitaciones sociales y a los controles económicos de todo tipo, que impuso el obamismo, en complicidad con la corrección política, la tolerancia ante la violencia islámica, el multilateralismo y el multiculturalismo, ha fracturado a la izquierda estadounidense-también a la izquierda mundial por reacción en cadena-, hasta el punto de que se han quedado sin respuesta para un movimiento que ya comienza a crear un mundo nuevo y sustentable. Un sistema nuevo y transformador. La estrategia disruptiva de Donald Trump ha interrumpido el avance del proyecto del marxismo cultural, y conducirá, inevitablemente, hacia la refundación de la nación, hacia un Estados Unidos mucho más innovador, estable y dominante.
Lo que hemos escuchado desde los primeros días de Trump en la Casa Blanca no es el caos que enuncia la Media, sino el estruendo de la fractura del viejo sistema. Los gritos dolorosos y revitalizadores del nuevo sistema que se está gestando.