jueves, 7 de diciembre de 2017

Jorge Ramos: la barbarización de Estados Unidos y la oligofrenia intelectual


El periodista mexicano Jorge Ramos es el típico extranjero que aprovecha las bondades de Estados Unidos y termina convirtiéndose en un agente de influencia antiestadounidense al servicio de su país de origen. A Ramos le parece injusto que sean deportados los ilegales que hayan cometido un fraude ante una agencia del gobierno. Ramos cree que quienes hayan falsificado documentos como tarjetas de seguro social o licencias de manejar no han cometido delito. O sea, que violar la ley al estar de manera ilegal en el país (motivo suficiente para ser deportado) y cometer actos fraudulentos no los hace elegibles para ser deportados. Ramos no entiende que su lógica va contra los cimientos sobre los cuales se levantó la nación: el respeto a la ley. Pero es lógico que piense así, viniendo de México, un país donde la corrupción es endémica.
Ramos ha dicho que Donald Trump es un político antiinmigrante, porque quiere “cortar la inmigración legal a la mitad, ha llamado violadores y criminales a los inmigrantes de México, desea prohibir la entrada a personas de seis países mayoritariamente musulmanes, en la campaña dijo que podría deportar a 11 millones en dos años sI se manejaba correctamente, y sus órdenes de arrestos a cualquiera que haya entrado ilegalmente está generando terror en la comunidad latina”. Desmontemos de una vez y por todas este discurso panfletario, representativo de la mediocridad intelectual de Ramos, y de las mentiras que la prensa izquierdista repite hasta la saciedad sin ningún argumento que pretenda darles legitimidad.
La propuesta de Donald Trump de recortar la inmigración legal no solo es moral y éticamente justa para Estados Unidos, sino que es sensata, necesaria y absolutamente legítima. Se respalda en criterios universalmente aplicados por todos los países a la hora de recibir inmigrantes: selectividad cualitativa y límites cuantitativos. Es decir, un proceso discriminatorio. La inmigración indiscriminada, sea legal o ilegal, tiene un carácter destructivo para la nación receptora. En la actualidad la inmigración legal que llega a Estados Unidos está basada en patrones que van en contra de los patrones políticos, sociales, económicos y culturales de la nación. La inmigración en cadena tiene que ser limitada, porque no beneficia en nada a Estados Unidos. La llamada reunificación familiar es un falso argumento. Que un individuo que haya emigrado tenga derecho a reunirse con hijos menores y conyúges parece plenamente justo, porque son integrantes del círculo familiar más íntimo, que podría integrarse al modo de vida de la nación, pero que tenga derecho a traer a padres que por su edad jamás se asimilarían y terminarían convirtiéndose en carga para la seguridad social a costa de los contribuyentes, o a hermanos que tendrán derecho a traer a sus esposas e hijos, alargando hasta el infinito la cadena migratoria, es inmoral e injusto para la integridad y la coherencia cultural de Estados Unidos.
Dentro de ese patrón discriminatorio es justo que Estados Unidos establezca que el idioma y la preparación académica sean una prioridad migratoria. Hablar inglés y tener títulos universitarios debería ser un elemento primordial para la elegibilidad de quienes buscan emigrar legalmente al país. Ramos dice que esto llevaría a darle una preferencia a inmigrantes de Gran Bretaña, Australia, Irlanda y Canadá por encima de América Latina, África y Asia.  Miente deliberadamente. En primer lugar, porque los nativos universitarios de esos países tienen en su tierra las condiciones socioeconómicas y políticas necesarias para un desarrollo pleno, por lo que sería difícil que prefieran desarraigarse culturalmente para buscar condiciones de vida similares, o inlcuso inferiores, en Estados Unidos. Nadie elige irse de su tierra natal, a no ser que las condiciones de vida en ella le sean hostiles. Los mejores ejemplos de eso son Cuba y Venezuela: los profesionales de esos países no emigraban hasta que llegaron al poder en sus países regímenes autoritarios. Por lo tanto, es más factible que esa medida le abra las puertas a nativos de la India, México, Argentina, Venezuela, Cuba, Haití, República Dominicana, Brasil, Rusia o China, cuyos países tienen condiciones socioeconómicas y políticas hostiles para las personas profesionalmente preparadas. En todo caso, la implementación de esta política estimularía la llegada de inteligentzia al mercado laboral estadounidense, en detrimento de las economías de los países emisores.
Ramos se pregunta si existe “un plan para cambiar demográficamente a la nación”. Cree que la propuesta busca traer más blancos anglosajones al país. Su ignorancia sobre las motivaciones migratorias no le permite comprender que hablar inglés y tener una formación académica universitaria no tienen ninguna vinculación racial. Tiene más bien que ver con planes educativos. Si la India o Dominicana forman a un ingeniero que hable inglés y no les da las condiciones de vida necesarias en su país, tienen más oportunidad de que ese profesional emigre a Estados Unidos, independientemente de su grupo étnico. Por el contrario, si un británico o un australiano habla inglés, pero no tiene una formación universitaria, tendrá menos posibilidades de venir legalmente a vivir a Estados Unidos, aunque sea blanco y protestante.
Ramos también se pregunta si al gobierno de Trump “le inquieta que Estados Unidos esté en camino de convertirse en una nación compuesta solo por minorías”. La respuesta a este disparate es obvia. No le inquieta, le alarma. De la misma manera que le alarma a la mayoría de los estadounidenses. De la misma manera que debería alarmarle a cualquier gobierno estadounidense, y no únicamente al de Trump. De la misma manera que le alarma a los gobiernos de todos los países del mundo. La razón es tan sencilla como lógica. Si Estados Unidos se convirtiera en una nación compuesta solo por minorías (a lo que Ramos se refiere es a que los anglosajones dejen de ser mayoría cultural y racial), donde incluso los hispanos de convirtieran (como Ramos pretende, desea y le parece lógico que ocurra) en una minoría mayoritaria, o lo que es lo mismo, en una nueva mayoría, según algunas predicciones estadísticas, la nación dejaría de ser lo que es, se debilitaría de tal manera, que perdería la hegemonía socioeconómica y cultural que hoy posee. Le pasaría lo mismo que a Roma con los bárbaros. Convertir a EEUU en una nación de minorías, donde incluso un grupo étnico nativo, los afroamericanos, se vería minimizado en el tejido cultural de la nación, sería barbarizar al país. Las minorías, culturalmente ajenas, no fortalecerían al país, como preconizan los defensores de la inmigración indiscriminada, sino todo lo contrario. Es como si los turcos fueran una parte igualitaria en Alemania o los árabes  en España. La propuesta de convertir a Estados Unidos en un país de minorías, es una imbecilidad aberrante que solo puede ser la propuesta de un hispano racista y antiestadounidense como Jorge Ramos. Es una propuesta antiestadounidense tan peligrosa, que debería ser condenada enérgicamente no solo por los nativos, sino por cada inmigrante que ha llegado al país en busca del “sueño americano” huyendo de la desgracia sociopolítica y económica de su país de origen.
Para Ramos es imposible regresar al pasado, a 1965, cuando se reformaron las leyes migratorias y 9 de cada 10 estadounidenses eran blancos no hispanos. Ramos basa su tesis en el hecho de que, según la Oficina del Censo, para 2015 la mayoría de los bebés nacidos en Estados Unidos eran miembros de minorías. Y tiene razón, Trump no podrá a corto plazo revertir la tendencia con una política migratoria más restrictiva, pero lo que sí logrará es frenar la tendencia. Detener el destructivo proceso de hispanización.
La pluralidad que “se está gestando desde dentro”, esa que según los pronósticos convertirá para el 2044 a los blancos no hispanos en una minoría, tiene que ser frenada y mermada, si no queremos que la nación sea aniquilada por la barbarie hispana. La inmigración hispana en Estados Unidos aporta más elementos negativos que positivos, y se ha convertido, desde su compleja heterogeneidad, en profundamente perniciosa y destructiva para los valores medulares del país.
Cuando Ramos dice que Estados Unidos “siempre ha sido un país mixto. Los nativos americanos vivían aquí siglos antes de que llegaran los pilgrims o primeros habitantes procedentes de Europa. Gracias a los viajes de Juan Ponce de León en la Florida en 1513, el español se habló en este territorio mucho antes que el inglés. Y hay evidencia de la presencia de africanos en el país desde principios del siglo XVII”, está manipulando los hechos históricos, inventándose un pasado que nunca existió, para justificar un presente caótico y anunciarnos un futuro luminoso que, al ser sometido a un escrutinio riguroso, no resiste la embestida de los hechos reales, y nos deja ver la destrucción cultural que amenaza a la nación. Manipula los hechos, como arcilla mojada, para que sean compatibles con la agenda política que defiende, porque los nativos que vivían aquí, los españoles que vivían aquí, los africanos que vivían aquí, no eran, no fueron, ni son los Estados Unidos. Ese ente nacional que identificamos como Estados Unidos de América, es blanco, anglosajón y protestante. No es ni mixto, ni indoamericano, ni hispano, ni negro. Parafraseando a Séneca, diremos que Ramos decide, de manera racional, que es justo que el país deje de ser lo que es, para convertirse en una nueva entidad mixta, plural. Cree, contra toda evidencia, que la fragmentación de un país sólido, coherente, democrático, libre y exitoso, convertirá a Estados Unidos en un ente nacional superior más justo.
Pero pierde la razón y monta en cólera, cuando Donald Trump y sus 65 millones de votantes le dicen que está equivocado, que lo que él y sus acólitos han decidido que es justo, en realidad no lo es. Que lo que él cree justo, en realidad es un proyecto ideológico contrario a la idea de lo que ha sido Estados Unidos. Un proyecto que llevaría a que Estados Unidos sea menos competitivo y deje de ser la potencia hegemónica que es.
Cuando Ramos dice, con el propósito de demostrar que la inmigración incontrolada es saludable y beneficiosa para el país, que Trump “no suma las increíbles aportaciones de los extranjeros a este país. Más del 40 por ciento de las empresas de Fortune 500 fueron creadas por inmigrantes en Estados Unidos”, está manipulando los hechos, inventando un relato que busca acomodar la realidad al sectarismo ideológico del marxismo cultural que ha infectado a la izquierda americana y a buena parte de la sociedad, para fortalecer la visión de un Estados Unidos que no sea Estados Unidos. El 40 por ciento de las empresas de Fortune no fueron creadas por inmigrantes, por el simple hecho de que eran buenos y talentosos inmigrantes que llegaron para hacer al país grandioso, sino que pudieron crear sus empresas porque llegaron a un país que ya era grandioso, y que tenía todas las condiciones creadas para que ellos triunfaran. Lo más probable es que si en vez de llegar a Estados Unidos, hubieran llegado a España, México o Francia, nunca hubieran alcanzado el éxito. O sea, no existe relación alguna entre la inmigración y el surgimiento de empresarios y empresas exitosas. El éxito de esos empresarios es debido a la existencia de Estados Unidos. El mismo Estados Unidos que la inmigración incontrolada e irracional busca destruir.
El concepto de que la  hispanización es saludable para Estados Unidos es parte de una creencia que ha sido propagada por el Partido Demócrata, la academia americana y la Media tradicional que odian lo que es la nación y ambicionan convertirla, en el mejor de los casos, en una socialdemocracia europea. La repetición constante de este concepto ha hecho que sea predominante en buena parte de la sociedad, pero está basado en argumentos muy frágiles, en una monumental falacia.
La hispanización es antiestadoundiense per se. Su culto a la violencia, su patética necesidad del paternalismo estatal, su resistencia nacionalista a la integración, su racismo, displicencia, bajo nivel educativo, machismo, y castrante catolicismo, es la mayor amenaza que enfrenta la democracia estadounidense. Y ni Ramos ni todos los grupos políticos que presionan a favor de la inmigración ilegal tienen un solo argumento, una sola prueba, que demuestre lo contrario.
Ramos distorsiona la realidad, deforma caprichosamente la verdad y echa mano a un relato sentimental, melodramático y telenovelero, al asegurar que “La gran maravilla de este país es su tolerancia hacia los que son distintos y su apertura a nuevos inmigrantes, refugiados, pobres y perseguidos”. Invade la verdad con deformaciones emocionales, porque no quiere reconocer que lo que hace maravilloso a Estados Unidos es su sistema legal, económico y político. Lo que hace grande a Estados Unidos, es la exaltación a la libre empresa, al libre mercado, a la propiedad privada. Es el respeto a los derechos y libertades, a las leyes, a la separación de poderes,  a la libertad de expresión y a la libertad política. Ramos abandona los hechos en favor de una narrativa convenenciera y demagógica.
El país diverso y plural que Ramos quiere, no es el país que se ha convertido en la primera economía del mundo, en la democracia más sólida del mundo. El país que Ramos nos quiere imponer, es el país atrasado y tercermundista del que vienen huyendo los inmigrantes.
Cambiar el mapa étnico y cultural de Estados Unidos sería una soberana catástrofe. Es una propuesta inadmisible. Sería bueno preguntarle a Ramos si le gustaría que los aztecas dejaran de ser la mayoría étnica de México, para favorecer el crecimiento de españoles, cubanos, dominicanos, y puertorriqueños. O que una minoría de blancos angloparlantes provenientes de Iowa, Ohio, Alaska y Colorado, que no hablen español, fuera una minoria igualitaria a los aztecas y odiaran comer tacos y picante. O que esa misma proporción minoritaria fuera negra, hablara francés y proveniera de Haití.
No cabe la menor duda, Ramos, al menos en cuanto a temas raciales y migratorios se refiere, padece de una alarmante oligofrenia intelectual.

martes, 28 de noviembre de 2017

El nacionalismo y el racismo de los hispanos en Estados Unidos

Nadie puede asegurar que los niños inmigrantes que llegan por la frontera se van a convertir en delincuentes, pandilleros o inadaptados, pero la evidencia demuestra que la probabilidad es muy alta. Sobre todo, porque los hispanos, primera minoría en Estados Unidos, están muy lejos de ser la idílica y romántica historia de éxito que promocionan los medios de comunicación en español y las organizaciones proinmigrantes.
Los hispanos resultan ser una masa heterogénea y culturalmente desestructurada, a la que, más allá del idioma, con sus peculiares acentos y modismos, y la telenovela, muy poco, o casi nada, los une. Esa diversidad que tanto ofertan, como la riqueza que aportan a la simbiosis con la cultura anglosajona, es una de las mentiras mejor prefabricadas.
Si bien es cierto que los hispanos en Estados Unidos no llegan a los extremos de inadaptación de los musulmanes (la práctica del islam, una religión que pregona y predica la intolerancia, es el obstáculo cultural más grande), la inmensa mayoría jamás se asimila por completo. El famoso melting pot de Estados Unidos cada vez funciona menos con los inmigrantes hispanos. Ni siquiera los cubanos, que son la etnia hispana más exitosa en Estados Unidos, han logrado asimilarse. Incluso en los últimos tiempos, a medida que la población hispana se acrecienta, el nacionalismo de las distintas etnias cada vez se exacerba más. Es muy notable en la superpoblación de los guetos hispanos de grandes ciudades como Los Angeles, Nueva York y Miami, donde es visible la resistencia al American way of life.
La diversidad étnica de los hispanos es uno de los factores que más conspira contra la supuesta hermandad que debería unirlos. La tan alardeada simbiosis cultural o asimilación del inmigrante en Estados Unidos nunca llega a ocurrir. Las aseveraciones en ese sentido, que salen de la academia americana y de la prensa, no se sostienen. En la práctica, la baja preparación y la pobreza no les permite prosperar en la competitiva sociedad americana y salir de los guetos.
Establezcámoslo de una buena vez. Nada une a los hispanos. Ni siquiera a aquellos que son verdaderos primos mal llevados, como los uruguayos, argentinos y paraguayos (intente confundir la nacionalidad de unos y otros, y verá la reacción nacionalista inmediata). Ni siquiera la música, que en ese afán del mercado por homogeneizarlo todo han bautizado como “latina”, une a los hispanos. Porque, ¿qué tiene que ver una quebradita o un pasito duranguense con el son cubano. O el merengue con el guaguancó. O la bachata con la timba. O el vallenato con el mambo. O la plena rioplatense con el chachachá. O el tango con la cumbia. O la ranchera con el joropo? Nada. La concepción de los hispanos como un todo étnico, cultural y racial sólo responde a una invención semántica de los censos poblacionales de Estados Unidos y a la conveniencia política de los grupos proinmigrantes. Las diferencias culturales son tan abismales como irreconciliables.
La gran mayoría de los hispanos llegados a Estados Unidos terminan convirtiéndose en grupos segregados en los márgenes sociales. No tienen nivel educacional competitivo, no dominan el idioma, se aíslan en guetos y se convierten en críticos acérrimos de todo lo autóctono del país que los recibe. Los ejemplos sobran. Van desde la crítica superficial a “la celebración gringa del 5 de mayo como pretexto para tomar margaritas”, hasta la crítica medular al sentimiento norteamericano de sentirse una nación especial, privilegiada, y excepcional-comparable al sentido de pueblo elegido por Dios de los judíos-, que con tanta frecuencia y desprecio se escucha en el discurso cotidiano de los hispanos. Esos mismos hispanos que exhiben un discurso antirracista y acusan a los “gringos” de racistas y antiinmigrantes. Un discurso que exacerba, con las particularidades nacionalistas propias de cada grupo étnico, la crítica feroz al nacionalismo estadounidense. 
La relación entre los inmigrantes establecidos legalmente en la nación y los estadounidenses es tan compleja, que no es difícil, ante un simple vistazo, toparse en el discurso proinmigrante profundos sentimientos de desprecio hacia muchos de los valores fundacionales de Estados Unidos (los violentos ataques contra el cristianismo evangélico son el mejor ejemplo) y hacia otros grupos raciales. Pero la prensa tiende a destacar las manifestaciones aisladas de racismo por parte de estadounidenses y a ignorar el racismo patológico de los hispanos.
Es difícil encontrar en Estados Unidos manifestaciones más abiertamente racistas que las de diferentes etnias agrupadas de manera forzada bajo la conceptualización de "raza hispana". Los hispanos conviven, pero lo hacen llenos de odios y rencores entre ellos. Un comportamiento que hace que el discurso proinmigrante lleve implícito dos posturas que están en los extremos: son antirracistas desde la crítica a la supuesta discriminación hacia ellos como inmigrantes, pero al mismo tiempo son racistas, por su arraigado sentimiento antiestadounidense, la discriminación que practican entre los diferentes grupos étnicos hispanos, y la confrontación patológica−es mutua y prejuiciosa−con los afroamericanos.

domingo, 16 de julio de 2017

La política exterior de Donald Trump y la construcción de un nuevo orden mundial

Es necesario destruir el actual status quo estadounidense y cambiar los fundamentos del orden actual.
La política exterior de Estados Unidos está siendo profundamente revisada, pero no está regresando a sus principios tradicionales. La postura de Donald Trump no es aislacionista, como lo ha calificado la prensa tradicional, mediante la difusión de las ideas de la izquierda americana, latinoamericana y europea. Pero tampoco se plantea el intervencionismo global. La postura es muy clara: "América primero", pero sin dejar de defender la posición de Estados Unidos en el mundo como nación hegemónica. O lo que es lo mismo: actuar cuando haya que actuar, para que los enemigos de Estados Unidos no se envalentonen y crean que el país es débil, como lo fue durante la presidencia de Obama. 
Trump ha dejado claro que lanzará misiles cuando haya que lanzarlos y que hará despliegue de poderío bélico cada vez que naciones como Corea del Norte amenacen la seguridad de Estados Unidos y sus aliados. Una postura que refuerza el nacionalismo étnico y cultural de Donald Trump. 
El presidente, a quien la izquierda americana considera acomodaticio y deformable en sus posiciones ideológicas, es un hombre, como él mismo se ha definido, de posiciones flexibles. Lo que se traduce en la habilidad para moverse de una posición estratégica a otra, si al final se consigue el fin perseguido. 
Con Siria y Corea del Norte el presidente ha demostrado que  la izquierda se equivoca con él. Ha demostrado que lejos de ser puramente emocional, puede ser frío y racional; que lejos de ser un advenedizo en la política, puede poseer una gran habilidad estratégica, más allá de sus sablazos verbales en Twitter. Pero la derecha también se equivoca con él. Creer, como Ann Coulter, que "la desventura Siria de Trump es inmoral, viola todas las promesas que hizo y podría hundir su presidencia", es, cuando menos, poca capacidad para comprender el alcance de una mente compleja, que aparenta simpleza en la expresión de su lenguaje. 
Trump no está violando sus promesas. Los 59 misiles que cayeron sobre Siria solo reforzaron su posición. Usó esa estrategia para fortalecerse domésticamente y quitarle armas a sus detractores en el bando opositor, y de paso colocó a Putin entre la espada y la pared en relación con Assad. Entendió mejor que nadie que recuperaba la posición de potencia para Estados Unidos sin tener que entrar directamente en la guerra y sin tener que salirse de ella, como hizo su predecesor. Entendió mejor que nadie que en el mundo actual no se puede sostener una política nacionalista sin posicionarse ventajosamente en el escenario mundial. Algo que jamás supo ver Obama, de la misma manera que no lo han podido ver ni la derecha ni la derecha alternativa americanas. 
Trump, de manera magistral, ha tomado a Putin del cuello y lo ha obligado a bailar a su ritmo, haciéndolo entender que deben aliarse en el derrocamiento de Assad y en la eliminación de ISIS, sin necesidad de entrar en la guerra. Sencillamente brillante. 
Lo mismo ha hecho con los chinos. China entendió que si quiere mantener una relación comercial saludable con Estados Unidos tiene que empezar a jugar de otra manera. Trump le hizo saber que no se puede ser aliado y beneficiarse en extremo de esa alianza, mientras se usa a Corea del Norte como un Rottweiler rabioso para intimidar al vecindario asiático. 
Cuando Trump le dijo a Xi Jipin que "Si China decide ayudar, eso sería muy bueno. Si no, solucionaremos el problema sin ellos", estaba decidido a cambiar la situación en la zona. Por eso, cuando Corea del Norte volvió a hacer alarde de sus misiles, envió al portaaviones nuclear USS Carl Vinson a las cercanías de Corea. Y cuando Corea lanzó su misil balístico capaz de alcanzar Alaska, le demostró con sus misiles antimisiles que no hay posibilidad de que los norcoreanos tengan algo que ganar con su bravuconada.
Donald Trump ha demostrado, durante su estancia en la presidencia, que no ha llegado a ocupar un lugar prominente en el mundo de los negocios sin tener un pensamiento estratégico o basado en la improvisación como único recurso de acción. De hecho sus acciones indican todo lo contrario. Su experiencia como hábil negociador empresarial ha salido a la luz y lo han hecho brillar, haciendo notar que terminará su estancia en la Casa Blanca con mayores dotes de estadista que su predecesor. 
Cuando la prensa izquierdista lo acusa de ser un hombre sin ninguna experiencia gobernando (olvidan que Obama llegó a la presidencia con menos experiencia), solo reflejan su ignorancia sobre la importancia que tiene la política en el mundo de los negocios a gran escala. Subvaloran la importancia que juega el arte de la política en las negociaciones que se desarrollan a gran escala en el mundo de los negocios. Y es que la política, la alta política es, en esencia, el arte de la negociación. Quizás por eso Obama nunca alcanzó, por más que se esforzó, la estatura de un estadista. Comenzó y terminó sus ocho años como un activista social comunitario. Fue Obama un verdadero advenedizo en la Casa Blanca. 
El multilateralismo de Obama dejó un mundo más inestable y peligroso del que existía antes de su llegada al poder. Le heredó al presidente Trump una situación confusa y explosiva en Oriente Próximo, con Irán, Turquía y Rusia tratando de repartirse la hegemonía de la región, ante el vacío político y, sobretodo, militar que generó  la falta de liderazgo de Obama, que posibilitó el surgimiento de ISIS (tiene razón Trump cuando dice que "Obama creó a ISIS"), el deterioro de la situación en Afganistán e Irak, y la traición a Israel en la ONU. 
La presidencia de Trump recibió de Obama una región con tres naciones fallidas: Siria, Irak y Afganistán. Naciones que viven una situación muy volátil, que permite el cultivo del  yihadismo.
Trump tendrá que diseñar una nueva estrategia en la zona. Para eso necesita a Rusia. Son muchas las cosas positivas que una alianza entre las dos potencias puede generar en la región. Las bases de la negociación pueden ser: 
1. La construcción de una Siria políticamente más abierta, laica y prooccidental, que sirva de contrapeso al poder de los ulemas iraníes. 
2. La construcción de un estado kurdo al norte de Irak, que ayude a neutralizar las pretensiones de Turquía de extender su influencia política y religiosa, o la descabellada intención no muy oculta de restaurar la ley islámica, destruir el estado moderno y aspirar al regreso del califato otomano.
3. La presión sobre Arabia Saudita para que elimine el patrocinio de grupos islamistas radicales, y ponga fin a la existencia de las madrasas wahabíes en su territorio y en otros países árabes, como Yemen, que son verdaderos criaderos de terroristas religiosos. 
Los sauditas, junto con los iraníes, son los principales exportadores de terroristas del mundo árabe. Quizás sea hora de que Estados Unidos revise concienzudamente su política de protección incondicional al reino saudita, uno de los gobiernos más déspotas y crueles del mundo (esta política de rompimiento con el pacto de conveniencia podría ser una herramienta de negociación en una alianza con los rusos), después de todo, es obvio que han cambiado las condiciones históricas bajo las que se firmó en 1945 el Pacto del Quincy, entre Abdel Rahman Al-Saud y el presidente Roosevelt, a bordo del acorazado “Quincy”. 
La protección estadounidense a cambio de petróleo no está funcionando, porque los sauditas se están aprovechando de esa relación privilegiada para agredir a Occidente. Y eso es inadmisible. Por otra parte, el petróleo saudita dejó de ser vital para Estados Unidos. Ahora Rusia puede permitir el acceso de las compañías estadounidenses a sus inmensas reservas petroleras, tal y como ya lo ha hecho con Exxon Mobil. 
4. Renegociar o eliminar el pacto nuclear con Irán, al que considera "el peor de los acuerdos nunca antes logrado". Eso que algunos creen es un proceso de normalización entre Persia y Occidente, es una falacia. Irán quiere la destrucción de Israel, y bajo esa premisa no hay posibilidad alguna de normalización. Por otra parte, no hay un sector político reformista en Irán. Esa aparente flexibilidad de Rohani y su gobierno es solo una táctica, una lavada de cara a la teocracia gobernante, para librarse de las sanciones económicas y lograr financiamiento para su programa nuclear, a través de la renta petrolera iraní. 
5. Darle apoyo político y militar irrestricto a Israel, y al mismo tiempo presionar al mundo árabe para que reconozca al estado de Israel, como condición no negociable para alcanzar cualquier acuerdo de paz. Mientras esto no ocurra, la solución de los dos Estados es irrealizable. Es importante que Trump logre que Rusia e Israel construyan un acercamiento  más íntimo. 
En fin, lo que Donald Trump se debe proponer, en alianza con Rusia, es el reordenamiento de las fuerzas políticas en la región, un cambio radical en los acuerdos establecidos y la construcción de un nuevo balance, un nuevo equilibrio político, militar, económico y religioso, que pueda empujar a las naciones árabes hacia la modernidad que propician estados laicos, separando a la política del islam. 
La alianza de Estados Unidos y Rusia debe diseñarse con el propósito explícito de poner fin a la cultura de una política fundamentada en una concepción islámica del poder. Tienen que impulsar la construcción de naciones donde la legitimidad política no provenga del aval religioso ni de la creación de una jurisprudencia islámica. Los Consejos religiosos no pueden tener control sobre las instituciones, parlamentos o el poder ejecutivo. 
Mientras esto sea así, las naciones árabes seguirán siendo sociedades atrasadas, violentas y salvajes. El funcionamiento de una nación y su gobierno no puede depender del Islam. Occidente se engrandeció cuando se deshizo de la iglesia católica como poder político. Hasta ahora, el estatus quo lo único que ha provocado es el fracaso político y económico de la inmensa mayoría de las naciones árabes.  La democracia y las libertades pueden esperar, una Reforma secular del mundo árabe, no. En los intentos previos, Atatürk lo logró en Turquía y los Pahlevi fracasaron en la antigua Persia convertida en Irán. Ahora todo depende de que los líderes políticos musulmanes logren entender que la sharia y la modernidad son irreconciliables. Las tiránicas monarquías de la región y la autocracia iraní son algunas de los objetivos primordiales. No se puede lograr todo en asuntos con raigambre tan perniciosamente antigua. Ni creó que Trump y Putin puedan lograr un cambio inmediato y visible en la zona. Pero todo indica que es un buen momento para iniciar la transformación. No se trata de crear una Panarabia secular al estilo Nasser. Sino de enfrentar el poder tribal de una religión con una política moderna de separada convivencia, que fortalezca el tejido de naciones distintas, y ponga límites al enfrentamiento de facciones por el control de una religión. Ni un califato islámico, ni un califato secular.
Construir un Estado Kurdo, presionar a Erdogán para contener su intención de destruir el estado laico creado por Mustafa Kemal Atatürk, destruir a ISIS y a Al Qaeda, destruir los sueños nucleares de Irán y de cualquier otro país de la región que lo pretenda, controlar a organizaciones como los Hermanos Musulmanes, y darle apoyo al Egipto de Abdel Fattah el-Sisi, para que avance hacia la modernidad, serían, en principio, hechos sobre los cuales comenzar a fomentar un nuevo orden en Oriente Próximo. Todo dependerá del entendimiento que logren Trump y Putin, y de las herramientas que decidan utilizar para negociar con los actores involucrados.
Algo ha quedado claro a lo largo de la historia de la región en el siglo XX y lo que va del XXI. El despotismo de los líderes religiosos árabes y la influencia que tienen en sus sociedades no ha resultado en nada bueno para sus pueblos. Y por otra parte, la pésima gestión que potencias occidentales como Gran Bretaña, Rusia y Estados Unidos han hecho de sus intereses estratégicos en la zona,  ha derivado en verdaderas naciones fallidas. 

Por ejemplo, la gestión estadounidense en Irán ha sido desastrosa durante los gobiernos socialdemócratas de Jimmy Carter y Barack Obama. Carter le quitó el apoyo a un aliado incondicional como Pahlevi y permitió la constitución del actual régimen fundamentalista. La falta de liderazgo de Obama propició el surgimiento del llamado Estado Islámico, la metástasis del yihadismo en todo el mundo, el fortalecimiento de un Irán nuclear, el debilitamiento de la democracia turca, la anarquía en Afganistán e Irak y la deslegitimación de la política israelí hacia los palestinos.

martes, 18 de abril de 2017

Donald Trump: el presidente ininteligible














La verdadera estrategia de Trump es aparentar que no tiene estrategia, que es absolutamente impredecible. Sus enemigos, y una inmensa mayoría de sus seguidores y colaboradores más cercanos, no logran ver que Trump es, en esencia, un exitoso hombre de negocios, que está aplicando a la política las mismas tácticas y estrategias que ha aplicado a lo largo de su vida para ganar dinero. 
Eso que sus detractores llaman "elasticidad" y que el mismo Trump llama "flexibilidad", es en realidad una filosofía política heterodoxa (aun cuando el mismo Trump no se lo plantee así), basada en tácticas propias del buen negociador (demandas excesivas, amenazas, enojo,  comportarse como un ogro unas veces y como un cordero otras, aislar a los rivales con la complicidad de terceros, jugar con el poder de impacto de las cifras, usar un lenguaje categórico, proyectar una confiabilidad basada en la experiencia y el éxito, tener varios caminos para un mismo propósito, hacer derroche de ideas políticamente incorrectas, negociar por etapas, alianzas con unos para debilitar a otros y control de la información) y  en estrategias inescrutables, que aparentan desconcierto, incoherencia y barullo, o sea, anarquía, donde en verdad existen unas reglas muy personales.
Trump se mete en todo, opina de todo y tiene ideas preconcebidas sobre todo ("Soy mi propio estratega", ha dicho, y es absolutamente cierto). Tiene la idea de dirigir el gobierno como si fueran sus empresas: metiendo las manos en cuanta cosa cree que es importante para empujar su visión y supervisando de manera decisiva e influyente en las decisiones de todos los líderes y de todos los departamentos, para ser capaz de desarrollar un gobierno que saque ventaja de sus competidores y adversarios domésticos y extranjeros. Y finalmente, hacer un relanzamiento a gran escala de Estados Unidos, en el escenario nacional e internacional, como una marca que, aunque poderosa, da la impresión de estar perdiendo su influencia y penetración en el mercado, y de estar necesitada de fuerza, juventud y modernidad, para continuar creciendo y dominando. 
Esta heterodoxa visión hace que Trump sea un personaje ininteligible para amigos y enemigos. La clase política establecida pierde la cabeza y la prensa vive desconcertada. Por eso no deja a nadie, para bien o para mal, indiferente. Donald Trump no es el intelectual que la izquierda pretende ni el ignorante imbécil que la prensa proclama. Esa es la razón por la que ganó las elecciones y gobierna de manera novedosa, desconcertante y arrasadora. No se preocupa por las formas, sino por el contenido. Es el líder enérgico que el país reclamaba, pero no es el autócrata fascista que la izquierda dibuja. No es un político, es un hombre de negocios que terminará su presidencia convertido en un influyente estadista.

domingo, 26 de marzo de 2017

El igualitarismo social y el infantilismo de las minorías












El Estado de bienestar ha pretendido tradicionalmente lograr el igualitarismo social con la redistribución de la riqueza, mediante altos impuestos a las ganancias de capital, y el traspaso de ese dinero a pensiones, prestaciones de desempleo, viviendas subvencionadas, servicios médicos socializados, subvenciones agrícolas e industriales, y otras muchas bondades. El problema más serio del Estado de bienestar es que resulta insaciable, y mientras más aumenta la renta disponible, más quiere el Estado de bienestar regalar dinero, sin tomar en cuenta que mientras más distribuye más socializa el dinero, y mientras más socializa el dinero más se estancan el crecimiento económico, la  productividad, el desarrollo tecnológico y la calidad de los servicios sociales que presta el Estado. Finalmente, el Estado bienestar termina convirtiendo a sus ciudadanos nativos en ciudadanos discriminados, para darle beneficios a minorías étnicas nativas e inmigrantes. 

En el caso de Estados Unidos, durante décadas los demócratas han pretendido construir en Estados Unidos un Estado de bienestar. Cada vez que lo intentan, el país termina corrigiendo el camino en las urnas, entregándole el poder a los republicanos para que vuelvan a poner orden en la casa. 

Durante las dos administraciones de Barack Obama han estado muy cerca de lograr convertir a Estados Unidos en una socialdemocracia europea. La estrategia ha sido simple: favorecer la creación de grandes centros urbanos dominados por élites políticas, económicas y culturales formadas en las tesis del marxismo cultural de la Escuela de Frankfurt, que son completamente ajenas a la cultura estadounidense. 

El propósito de la izquierda americana ha sido cambiar el mapa étnico y cultural del país, para cambiar al país. Quieren un país multiétnico y multicultural, sin ninguna mayoría. Buscan crear un todo nuevo con el empaste de varios fragmentos ajenos entre sí. Buscan crear un país ajeno al país que generó la grandeza americana. Buscan destruir a la América que conocemos para crear una América fantasmagórica que en nada se parezca a la que creó el estilo de vida americano, que nada se parezca a la que creció guiada por los valores de la cultura americana. Esta situación ha demostrado la enorme funcionalidad del sistema electoral estadounidense.

Los socialdemócratas saben que el modelo se ha hundido en el mundo entero, incluso en las sociedades europeas supuestamente más exitosas, y tratan de reempaquetarlo. Para ello intentan meter las manos en el mercado, ese monstruo de mil cabezas que tanto odian. Quieren controlar el comportamiento natural de los mercados regulándolos en exceso, tal y como hizo Obama. Creen que desregular los mercados los hace ineficiente. Pero no entienden que regularlos frena el crecimiento económico, estanca el desarrollo, lastra la productividad y termina estancando a la sociedad en su conjunto, estandarizándola. Que es lo que le ha terminado sucediendo a la socialdemocracia europea. 

Los socialdemócratas intervencionistas y antimercados están obsesionados con la igualdad y la redistribución, y no aceptan que ese intervencionismo es antinatural y siempre termina siendo contraproducente, porque si bien los mercados necesitan ciertas regulaciones que protejan a los consumidores, el estado socializador siempre mete las manos en exceso con políticas públicas que le ponen contención al capitalismo. Es mentira que el igualitarismo propicie crecimiento económico. No hay ninguna evidencia que lo demuestre. Mientras más igualitarismo propicie un estado, mayor ineficiencia económica incontrolable y mayor estancamiento económico. Ahí están la España de Zapatero o la Francia de François Hollande, como dos de muchos ejemplos.

Los socialdemócratas utilizan a las minorías, a los inmigrantes y a las clases sociales para mantener su fuerza electoral. Lo hacen regalándoles el dinero que le quitan a quienes lo ganan. La búsqueda del igualitarismo es el camino para conservar y acrecentar su competitividad electoral. En Estados Unidos es lo que hacen los demócratas con los inmigrantes hispanos y los negros. Políticamente hablando, la izquierda americana necesita mantener el status quo. Han regalado el dinero en programas sociales que ayudan a esas minorías a vivir ajenos al esfuerzo por ganarse la vida, a vivir de ayudas sociales en lugar de empujarlos a luchar por emanciparse y ser autónomos. 


Esas minorías no quieren educarse, no quieren capacitación para avanzar en la nueva economía de la que se van quedando al margen. Quieren los obsequios del Estado. Los han convertido en individuos parásitos, socialmente disfuncionales y acomodadizos por generaciones. Los programas sociales terminan siendo inútiles, y esas minorías beneficiadas seguirán viviendo atrapadas en círculos viciosos. No quieren romper esos ciclos de beneficencia, quieren mayores beneficios para mantener esos ciclos ad aeternum. No son ellos los culpables, sino el despreciable paternalismo de un Estado manipulador, sórdido y brutalmente oportunista que busca infantilizar a las minorías hasta inutilizarlas socialmente.

domingo, 26 de febrero de 2017

Trump y la fractura del Partido Demócrata



                               La ventaja se la lleva aquel que aprovecha el momento oportuno
                                                                            Goethe

Los resultados electorales presidenciales del 2016 son el peor descalabro para el Partido Demócrata desde la derrota de Michael Dukakis en 1988. Nunca antes, en los últimos 100 años, los demócratas han estado en una situación política tan calamitosa. Sólo tienen el poder ejecutivo y legislativo en 5 estados. Obama logró en 8 años destruir al partido. Lo curioso es que no se dieron cuenta  o no quisieron darse cuenta, hasta que Trump aplastó a Hillary Clinton. 
La derrota del Partido Demócrata fue tan brutal, tan desmoralizadora, que han quedado ideológicamente desorientados. La experiencia vivida en las internas demócratas, con un Bernie Sanders creando una revuelta antisistema y cargado hacia la izquierda, y la victoria de Trump, han comenzado a movilizar a los talibanes del partido para presionar a la élite con el propósito de que arrope a Elizabeth Warren en el asalto al poder en el 2020. 
El protagonismo que cobró Warren durante su oposición a la confirmación de Jeff Sessions como secretario de Justicia, fue el primer ensayo de esa contienda que se aproxima. 
MSNBC le dio el primer espacio publicitario gratuito de su campaña hacia la nominación demócrata, cuando Rachel Maddow la entrevistó en su programa. El circo romano donde se desarrollará la próxima contienda presidencial, ya soltó a su primera fiera feroz, a la espera de que empiecen a llegar los gladiadores. Por ahora no se avista a ninguno capaz de vencerla.
Es curioso que la destrucción que los expertos presagiaron para el Partido Republicano tras la nominación de Donald Trump, ahora, tras la victoria del magnate, se cierne sobre el Partido Demócrata. La reacción gamberra y gansteril que ha asumido el partido de Jackson, parece que lo terminará alejando aun más del electorado que lo marginó del poder en casi todo el país.
Haber tenido como candidatos a la presidencia a una mujer como Hillary Clinton, soberbia, fría, calculadora, sin carisma y tan corrupta e incompetente como secretaria de Estado, que debió haber sido llevada ante un tribunal; y a un anciano marxista infectado por la rabia anticapitalista, demuestra la decadencia, rigidez y falta de vitalidad del Partido Demócrata. Un partido que para imponer a Clinton como su candidata tuvo que manipular el proceso de primarias para debilitar las opciones de Sanders de convertirse en el candidato.
El marxismo cultural que se ha apoderado del Partido Demócrata ha despojado a los estadounidenses de su patriotismo. La intención ha sido deslavar el amor a la patria, el sentimiento de pertenencia a una tribu, a una nación excepcional, para diluir al estadounidense en el sentimiento antipatriótico de los inmigrantes, que siempre reservan su patriotismo para la tierra de donde provienen. Los hispanos, los musulmanes y los chinos jamás tendrán sentimientos patrióticos por Estados Unidos. 
Sus obsesiones con la corrección política los ha llevado a excesos que golpean constantemente al estadounidense conservador. Los empecinamientos obamistas-como la directiva que instruía que los alumnos transgénero tuvieran acceso a los baños correspondientes al género conque se identifican en las escuelas públicas-, han alejado a los demócratas, de manera casi irreversible, de los estadounidenses. Los demócratas han perdido el norte, al no poder identificarse con los intereses de la mayoría americana, adormecidos por el apoyo de las grandes masas urbanas, que no representan el verdadero espíritu de la grandeza americana.
Cada día de Trump en la presidencia acelera el resquebrajamiento de los demócratas y la izquierda estadounidense, pues consolida el apoyo de los seguidores que lo llevaron a la Casa Blanca. Trump se hace fuerte en el escenario real, mientras que en el escenario inventado por la izquierda, la prensa lo acusa de dictador, los jueces ideologizados tratan de bloquear su agenda política y las encuestas manipulan la opinión pública centrándose en lo que piensan las grandes masas urbanas, que son las bases electorales de la izquierda. La misma realidad que viene siendo derrotada en las urnas desde el 2010.
El Partido Demócrata parece no entender que América lo ha castigado porque dejó de tener representación política. La América sensata, la que no se deslumbra por el idealismo juvenil, por los cantos de sirena del marxismo cultural. La América más experimentada, la adulta, la que no cree en la benevolencia del multiculturalismo ni en la transculturación de una América exitosa y funcional en una América socializada y atea, se ha inclinado abundantemente por construir un país diferente, un país que vuelva a pensarse, a reinventarse, para recuperar su posicionamiento hegemónico en el mundo, a partir de recuperar la nación desde su grandeza económica y cultural. 
El pesimismo de la América adulta se convirtió en esperanza, para derrotar a la América joven y optimista, que quería inclinarse hacia la socialdemocracia al estilo europeo. Después de todo, la historia ha demostrado que la juventud rara vez está acertada en su visión del mundo. Por el contrario, la población madura casi siempre se pone del lado correcto de la historia, y cuando se ha equivocado en su posición, al pensar con el corazón en lugar de con la cabeza, como sucedió cuando votó de manera sentimental por la raza de Barack Obama  y no por sus valores políticos como líder, creyendo que porque era un hombre negro haría bien las cosas, pagó caro el error. Estados Unidos retrocedió en todos los órdenes durante las dos administraciones del presidente Obama. 
Ahora, con Trump en el poder, ha comenzado el proceso de corrección: alentar una sociedad donde la familia recupere sus valores tradicionales y se convierta en un factor de aglutinamiento, en parte de una estructura que aliente valores morales y éticos capaces de incorporar el mundo tecnológico a un engranaje más humano, que empuje la transformación de la nueva economía y de las instituciones sociopolíticas y culturales. Donald Trump representa todo eso. Su proyecto de nación incluye, además, la descentralización de la política, la transformación de las formas de gobierno y la aniquilación de la burocracia y las élites políticas paralizadoras, que funcionan como entes ajenos a los intereses de los gobernados. Destruir viejos modelos, para crear nuevas formas, estructuras e instituciones. 
Donald Trump ha llegado al máximo escenario político mundial como una descomunal disrupción. Contrario a la acepción negativa que la Media le ha dado al término, la dilatación brusca que ha provocado Trump, como respuesta a la desmesurada estrechez política, a las limitaciones sociales y a los controles económicos de todo tipo, que impuso el obamismo, en complicidad con la corrección política, la tolerancia ante la violencia islámica, el multilateralismo y el multiculturalismo, ha fracturado a la izquierda estadounidense-también a la izquierda mundial por reacción en cadena-, hasta el punto de que se han quedado sin respuesta para un movimiento que ya comienza a crear un mundo nuevo y sustentable. Un sistema nuevo y transformador. La estrategia disruptiva de Donald Trump ha interrumpido el avance del proyecto del marxismo cultural, y conducirá, inevitablemente, hacia la refundación de la nación, hacia un Estados Unidos mucho más innovador, estable y dominante.
Lo que hemos escuchado desde los primeros días de Trump en la Casa Blanca no es el caos que enuncia la Media, sino el estruendo de la fractura del viejo sistema. Los gritos dolorosos y revitalizadores del nuevo sistema que se está gestando.

domingo, 29 de enero de 2017

Donald Trump: verdad, posverdad y Verdad Alternativa


La intelectualidad americana de izquierda, desesperada por encontrar una justificación de la derrota electoral, trata de armar una narrativa con la cual establecer las culpas y explicarnos las razones de la derrota improbable que se hizo contundente realidad.
Escritores, periodistas, teóricos, activistas y políticos han comenzado a asegurar por todos lados que la principal causa del descalabro de Clinton fue la muerte de la verdad. Se han inventado un nuevo momento histórico: la posverdad. 
Culpan a los nuevos medios digitales y a las redes sociales de propiciar el crimen con una cruenta polarización política. Intentan validar que se produjo un cambio en el significado de las palabras y los hechos, para justificar que la verdad estaba de su lado, pero que se la arrebataron, la distorsionaron, la malearon y la destruyeron.
Sin embargo, lo que ha sucedido es mucho más evidente y desacralizador. La democratización de la información propició que fuerzas intelectuales emergentes desde la derecha generaran un auténtico movimiento de contracultura, que resultó capaz de arrebatarle a la izquierda el tradicional monopolio de la verdad, que ejercían desde el control sobre los medios de comunicación tradicionales. 
No ha surgido la era de la posverdad, sino la era de la Verdad Alternativa, que representa la otra verdad, la que se mantuvo oculta, reprimida, avasallada y desmoralizada por el discurso impuesto por las élites dominantes en the heartland, en el corazón del país. Una Verdad Alternativa que fue capaz de convencer a una mayoría (de votantes demócratas incluso) y apoderarse del imaginario de una parte representativa de la sociedad estadounidense. Es una verdad que ha resultado ser, por convincente, audaz, reflexiva, y demostrativa en los hechos, los gestos, las acciones y las palabras, más verdadera que la vieja verdad. 
La izquierda había acomodado durante demasiado tiempo la realidad a su verdad, apoyándose en el liderazgo que han establecido sobre los medios de comunicación tradicionales y las élites intelectuales, destruyendo la verdad opuesta, la defendida por sus enemigos ideológicos. Pero la era digital se ha encargado de liquidar esa hegemonía de la verdad, exponiéndola a la confrontación con los hechos, al debate inmediato con los sucesos, con las pruebas, con las imágenes. La vieja verdad tenía un mismo rostro y algunos maquillajes casi siempre monocromáticos, y no pudo resistir el enfrentamiento con la avalancha de escenarios, actores, discursos, y lenguajes que la desafiaron.
Ante el debate caótico y plural, la izquierda no pudo sostener su conceptualización e imposición de la verdad, mientras la derecha mostraba una verdad deslumbrante, cautivadora y vital, que representaba la contraposición a todos los  temas clásicos de la izquierda y a sus causas más emblemáticas. Desde el igualitarismo social al feminismo sin femineidad. Desde el ateísmo anticristiano al integrísimo multicultural y a la fabricación intelectual de nuevos géneros agrupados en la narrativa LGBTI.
La derecha logró que predominara su visión de los hechos y demolió la visión de la izquierda. Esto fue facilitado por los nuevos medios, que ponen al alcance de todos, con una difusión rápida y masiva, la evidencia de las imágenes. Las imágenes hicieron que las propuestas de verdad de la izquierda fueran muy vulnerables. No eran capaces de sostenerse al escrutinio. Aquí, dos ejemplos de cómo la derecha ganó la guerra mediática.
Uno: acusan a Donald Trump de ser simpatizante del KKK. Diseminan su verdad por todos los medios tradicionales y los nuevos medios alternativos. La ofensiva es brutal. Había que distorsionar al blanco exitoso y convertirlo en un clasista racista. Había un problema: no tenían evidencia para sostener esa verdad. Y vino la contraofensiva, la otra verdad, la Verdad Alternativa de una derecha que demostró estar mejor preparada para la guerra política mediática en los nuevos medios. Medios que a su vez demostraron ser más importantes y eficaces en la creación de estados de opinión y en las representaciones de la verdad, que los medios tradicionales. Había una peculiar imagen de Hillary Clinton con el senador Robert Bird, y también una de Bill Clinton. Bird fue un connotado gran dragón del clan. "Corazón y alma de América", dijo Hillary de Bird, a quien consideraba como un "mentor político". 
Dos: tras la derrota electoral, los medios tradicionales quisieron construir una verdad sobre la fortaleza de carácter de Hillary. Dieron a conocer una selfie de  Clinton sonriente y relajada con una supuesta admiradora a la que casualmente se había encontrado en un parque. La respuesta no se hizo esperar. La supuesta fan era en realidad alguien que trabajó para la campaña de la candidata. La foto demostrándolo circuló como pólvora en las redes sociales.
La libertad de opinión nunca antes había sido tan funcionalmente eficaz, como durante el proceso electoral estadounidense de 2016. Fue una verdadera batalla  campal entre los bandos por hacer prevalecer su verdad. Triunfó el que más ajustó su verdad a los hechos. El que fue capaz de respaldarla con evidencias. Fue entonces que la hegemonía de la vieja verdad cedió ante el empuje de la Verdad Alternativa, perdiendo, finalmente, el combate político que las enfrentó, y con la derrota, sus propias élites intelectuales decretaron su muerte.
La izquierda estadounidense, acostumbrada a diseminar la verdad desde formatos controlados por profesionales que ideológicamente se alineaban con ellos mediante artículos de opinión, editoriales y programas radiales y televisivos de debate y de comedia-el humor siempre ha sido una de las armas ofensiva predilectas de la izquierda, porque suponen a la derecha malhumorada-, no pudieron o no supieron o no quisieron o todas a la vez, lidiar con lo indiscutible: cada individuo era un difusor, un catalizador de hechos y realidades que no podían controlar, y muchos menos diseñar y moldear a sus intereses. No entendieron nunca que la Verdad Alternativa se forjaba sobre la base de una indomable, inmanejable, auténtica e infinita multiplicación de sucesos de todo signo, capaces de doblegar a los hacedores disciplinados y aglutinados homogéneamente alrededor de la verdad preestablecida. 
Y no es que la izquierda no diera batalla en los nuevos medios, que la dieron, y dura, sino que no se sentían cómodos en el campo de batalla digital, porque allí no podían manipular los argumentos ni controlar las evidencias. Perdieron la guerra al no poder contrastar los hechos y durante el enfrentamiento cuerpo a cuerpo de las emociones virtuales. También la perdieron en el campo físico, cuando la violencia contra los partidarios de Trump, convertida en videos, se hacía viral. Perdieron la batalla en medio de una silenciosa pero compleja y apasionada rebelión, hecha con emociones largamente reprimidas, que al desatarse se convirtieron en un huracán político que revolcó por el lodo todas las predicciones. 
La Verdad Alternativa le dio un nuevo significado a palabras importantes. América, cultura, inmigración, raza, economía, socialismo, "obamismo", bienestar, grandeza, liderazgo, igualitarismo, islamismo, política. Todas palabras que sufrieron una metamorfosis que acabó dislocando la retórica con la que previamente fueron construidas. La comprensión de esos nuevos significados posibilitó levantar un nuevo discurso político, para una nueva verdad.
Pero quizás cuando desde la vieja verdad construyeron a la figura de Trump como la de un caudillo populista, se perdieron la oportunidad de entender que ese hombre había sido capaz de leer la situación de la nación, y que su discurso no era una creación artificial, sino la interpretación visceral de los sentimientos  justificados de frustración, resentimiento y abandono de una parte mayoritaria de la nación americana. Fue entonces que todo se decidió, aunque quizás muy pocos fueron capaces de descifrarlo. 
El resentimiento del marxismo cultural estadounidense por la desmoralizadora derrota electoral ha sido expresado de manera violenta en las calles. La llamada "marcha de las mujeres en Washington", fue una excelente muestra de esa histeria populista, con la que se insiste en querer deslegitimar la presidencia de Donald Trump. Pero esta marcha será intrascendente. No conducirá a nada, a medida que Trump se asiente en la oficina oval y su agenda nacionalista avance.
Quienes atacan al presidente son los mismos que lo llamaron fanfarrón desde el comienzo, en complicidad con la Media tradicional, aferrada desde el primer día a dibujarlo como un payaso incapaz, al que convirtieron y luchan por seguir convirtiendo, en el hazmerreír. Los mismos que no entendieron entonces, ni entienden hoy, que la verdad no es ya la que ellos han impuesto, que Donald Trump les arrebató la verdad y la reclamó para su uso, convirtiéndola en Verdad Alternativa" o Alt-truth. Una verdad que desafía, contradice y deteriora la verdad que quiere imponernos la Media americana. Una verdad que se construye con los hechos reales y se nutre de ellos. Una verdad que no se acomoda ni a la corrección política ni a la narrativa que le conviene a los intereses de las élites políticas y culturales que a lo largo de la historia han establecido su verdad, que no la verdad.
Una verdad que se estructura y distribuye en los nuevos medios de comunicación y que se confronta con la verdad de los medios tradicionales. Una verdad que pelea contra la verdad impuesta, en una lucha por demostrar cuál de las dos es objetiva, auténtica y creíble, para decirlo de una manera nueva, para ver cuál de las dos es más verdad. 
Por ahora, en la etapa preelectoral, la Media alternativa y la verdad alternativa le ganaron la batalla ideológica a la Media tradicional y a la verdad tradicional.  No es la era de la postverdad, como la Media tradicional argumenta, es la era  de la reborn-truth. La era del renacimiento de la verdad. Una verdad devastadoramente alternativa.
Uno de los mejores ejemplos de esta batalla de verdades es la del voto latino. Mientras una encuesta a boca de urna el día de las elecciones colocaba el voto latino a favor de Trump en el 29%, una encuesta posterior de Latino Decisions, una organización proinmigración ilegal, que se equivocó en todas sus predicciones electorales, colocó ese porcentaje en el 18%. Por supuesto, la Media tradicional se ha encargado de cuestionar la validez de la primera encuesta. No sirve a sus propósitos políticos. Es la misma prensa que se empeñó en repetir lo que decían otras encuestas: ningún presidente antiinmigrante puede llegar a la Casa Blanca. Para ser presidente se necesita ganar el voto hispano. 
El presidente de Estados Unidos tiene la obligación de gobernar para todos los ciudadanos del país, pero lo que no puede hacer, como hizo Obama durante 8 años, es gobernar para las minorías y abandonar a la mayoría del país. La victoria de Trump dejó eso muy claro: no se puede olvidar a la clase trabajadora, a la gente que ha construido y sostenido al país a lo largo de su historia. Del respaldo a esa clase depende la grandeza del país. Donald Trump lo sabe desde hace muchos años.
Cuando termine la presidencia de Donald Trump esta coexistencia de verdades habrá terminado, y solo una de las verdades sobrevivirá. Como van la cosas, la Media alternativa y la verdad alternativa parece que llevan las de ganar. Donald Trump y su victoria hirieron de muerte a la gran prensa americana y a su verdad moldeada desde hace varias décadas por los argumentos del marxismo cultural y la Escuela de Frankfurt.
Vivimos los albores de una nueva era. Una era digital. Y la Verdad Alternativa también es una verdad digital, que engulle a la verdad tradicional, esa vieja verdad, anacrónica, lenta, envejecida, distorsionada y enferma. Una verdad analógica carcomida por la manipulación, los intereses ideológicos, la doble moral y la corrección política. Una verdad que cada vez es más mentira, más falsa. Una verdad convertida en reliquia vacía, sin significado. La Verdad Alternativa llegó para rescatar a la democracia liberal americana del oscuro pozo en que los socialdemócratas la han venido hundiendo por largo tiempo. Ha muerto la verdad, viva la verdad. Al menos, esta nueva verdad de la que disfruta la sociedad americana desde el 20 de enero de 2017.

sábado, 28 de enero de 2017

¿Por qué México tendría que pagar el muro en la frontera?


Mucha gente argumenta, con total lógica, que si quien necesita poner un muro para impedir la llegada de inmigrantes es Estados Unidos, pues este país es quien tiene que asumir los costos. 
Un ejemplo contundente, es el que establece que si un vecino todos los días se mete en el patio de tu casa, para cortar algunas de las rosas que allí tienes sembradas, y que tú vendes como parte de tu manera de obtener ingresos, tienes el derecho de levantar un muro para que no entre. Pero a nadie se le ocurriría pedirle al vecino que asuma el costo. 
Hasta aquí, la lógica se impone, pero vayamos más allá. Si ese vecino no se llevaba tus rosas para ponerlas en su casa, ni regalarlas, sino que descubres que las vendía, sacando ganancias a costa de las tuyas, ese vecino no solo alteraba la tranquilidad de tu hogar, sino también la estabilidad de tu economía. Es entonces que tú decides dos cosas: exigirle que te pague por los daños económicos que te ha causado, para así sufragar los gastos de la construcción del muro, y decirle que si lo sorprendes entrando nuevamente en tu casa vas a tomar medidas drásticas.
Trasladando esta situación al escenario extremo, si ese vecino decide saltarse el muro para seguirse robando tus rosas, tú le disparas por invasión a tu propiedad, alegando que te amenazó con el cuchillo o las tijeras que traía para cortar las rosas y que sentiste que tu vida corría peligro. 
En la práctica, todos los individuos tienden a defender con uñas y dientes lo que es suyo, entonces, ¿por qué cuando se trata de Estados Unidos, queremos negarle esa posibilidad, si esa es la función principal de un estado como entidad nacional: defender al ciudadano y sus intereses con todos los instrumentos represivos que le son permitidos? 
Donald Trump ha entendido mejor que nadie la actual situación de la relación bilateral entre México y Estados Unidos. Ha entendido que los millones de mexicanos legales e ilegales que viven en Estados Unidos tienen, en su inmensa mayoría, una posición nacionalista antiestadounidense. Ha entendido que los mexicanos sacan, por concepción de remesas, 25,000 millones de dólares anuales. Ha entendido que Estados Unidos tiene un deficit comercial con México de 60,000 millones de dólares anuales. Ha entendido que los millones de mexicanos que se han convertido en estadounidenses representan una fuerza de inestabilidad política para la nación americana, porque tienden a defender los intereses de México por encima de los de Estados Unidos. Ha entendido que desde hace décadas Estados Unidos ha tenido una relación sociopolítica y comercial desventajosa con México, y que es hora de cobrarles. 
Estados Unidos debe comenzar a regular la industria de las remesas y comenzar a cobrar un arancel por cada dólar que cualquier extranjero envíe fuera de Estados Unidos en concepción de remesa. La industria de las remesas ha convertido a la inmigración en un negocio en extremo rentable, y Estados Unidos no se beneficia en nada. Es hora de que Estados Unidos saque beneficios de esta fuga de capitales.
De una u otra manera, México tendrá que pagar el muro que ayudará a detener el flujo de inmigrantes que ellos mismos estimulan. También Estados Unidos debería exigirle a las autoridades mexicanas que trabajen de su lado de la frontera para detener a todos aquellos que pretenden ingresar ilegalmente. En una frontera tan grande el control del flujo de ilegales tiene que ser responsabilidad de los dos lados. México es el único y legítimo responsable de cada ciudadano mexicano que muere en el desierto o en el río Bravo tratando de llegar a Estados Unidos, como también es responsable de cada gramo de droga que pasa a través de la frontera mexicana. Es hora de que Estados Unidos empiece a cobrar. Lo demás que se diga o se alegue en contra del muro o del derecho inalienable de Estados Unidos a protegerse de la inmigración ilegal, de la misma manera que lo hace México, es un acto de amoralidad.

miércoles, 4 de enero de 2017

Regalar dinero trabajes o no trabajes: la nueva estupidez finlandesa


El país nórdico, cuyo modelo económico está estancado y vive sumido en una profunda y larga recesión para la que no encuentran respuestas, ha comenzado a especular con una tesis social tan novedosa y popular como arriesgada: regalarle dinero a la gente sencillamente sin ninguna razón. Esta propuesta ya ha entrado en una fase experimental. Desde enero el gobierno finlandés implementó lo que han bautizado como la renta básica universal, en la que 2000 ciudadanos recibirán 560 euros mensuales durante dos años. O sea, trabajen o no trabajen, el gobierno les va a regalar dinero. Sus defensores argumentan que esto no es un regalo, que es un estímulo para que la gente invierta ese dinero. Y aseguran que esta puede ser una manera de estimular el empleo para enfrentar la pérdida de puestos de trabajo ante el implacable avance de la tecnología y el cambio inevitable en el modelo económico y en los tipos de empleo.
El gran desafío al que se enfrenta esta idea, es la financiación. ¿De dónde van a sacar el dinero? Sólo hay dos formas: imprimirlo o quitárselo a alguien.
Para justificar la implementación exitosa de la renta básica universal dicen que los empleadores tienen que hacer que los trabajadores reciban altas remuneraciones por su trabajo, o lo que es lo mismo, tienen que aumentar los salarios muy por encima del nivel actual. Esto, sin ninguna base realista, de manera artificial y en detrimento del margen de ganancia del empleador o de los precios de los bienes que produce, porque no existe otra manera de financiar ese incremento salarial.
A la par, proponen una reforma fiscal que aumente los impuestos a las rentas altas (traducido a las claras, quítenle más dinero a los ricos), los edificios, los bienes, la producción de energía o la propiedad inutilizada. Porque la tesis es que siempre se puede aplicar más impuestos.
La verdad es que detrás de este experimento de ingeniería socioeconómica no hay nada nuevo. Por el contrario, es la eterna utopía de la izquierda que busca de quitarle al rico malvado para darle al pobre bondadoso. Dicen que hay que hacerlo, porque el capitalismo actual es incapaz de darle empleo a todo el mundo y el hombre siempre perderá en su lucha contra las máquinas. Eso dijeron en la Revolución Industrial, y miren hasta donde llegamos. 
La llamada renta básica universal, lejos de compensar el desempleo, traerá mayor número de personas saliendo voluntariamente de la fuerza laboral. En Estados Unidos eso es lo que ha provocado el sistema de welfare: gente que prefiere vivir del dinero que les regala al gobierno antes que ganarlo trabajando en empleos mal remunerados, porque no están preparados para la competencia en el mercado laboral. Ni tampoco quieren capacitarse.
Por cierto, este experimento también lo están financiando en Oakland, Estados Unidos,  y Utrecht, en los Países Bajos. Está destinado a morir antes de nacer.

lunes, 2 de enero de 2017

El islam debe ser reformado o sometido


El periodista Peter Beinart fue preciso al definir la profunda diferencia que existe entre la visión de Obama y la de Trump sobre el terrorismo: "Obama define la lucha contra el terrorismo como un conflicto en el que países con diferentes posiciones ideológicas y religiosas se enfrentan a un enemigo sin Estado. Trump como un conflicto entre la cristiandad y el islam". No cabe la menor duda, que la visión de Trump es, en su sencillez conceptual, tan abarcadora como realista y pragmática. 
Mientras Obama busca combatir el terrorismo con su política multilateral, que ha sido un fracaso en cuanto conflicto la aplicó, Trump se plantea enfrentarlo manteniendo al islam y a los musulmanes a raya. Mientras Obama ni siquiera se atreve a mencionar el término terrorismo islámico, Trump es claro y contundente al respecto. Trump está consciente que enfrenta una lucha contra una guerra santa global. 
Obama se empeñó en hacer toda una construcción intelectual de un islam bueno y pacífico contrapuesto a un islam radical y minoritario. Una mentira colosal que ha sido la tesis medular de la narrativa que las élites intelectuales de la izquierda americana y europeas han querido imponerle al mundo occidental. "El mundo civilizado debe cambiar su manera de pensar", clamó Trump en su cuenta de Twitter. 
Para las élites de izquierda, el que Donald Trump identifique al islam con el terrorismo es un signo de islamofobia. Lo hacen parecer como si esa identificación fuera mentira o una manipuladora exageración. Y la verdad es que no lo es. El terrorismo mundial proviene en la actualidad de la guerra religiosa desatada por el islam. Unos, con una acción más hostil y sanguinaria, y otros, con una postura de silencio, complacencia y tolerancia. 
Los grandes líderes del islam en todo el mundo aprueban con oprobioso silencio, la violencia sin sentido de sus hermanos religiosos. La verdad oculta detrás es muy simple: la aprueban, porque, después de todo, ellos tienen la verdad por designio de Alá y el profeta. Y esa verdad es única: quienes predican otra fe que no sea la de ellos tienen que ser aniquilados. Así ha sido siempre desde los orígenes del islam y sus sangrientas guerras de conquista. Un islam que vive anclado en su pasado medieval. Un islam que debe ser reformado o sometido. 
Tenemos que acabar de admitir que estamos en medio de la tercera guerra mundial, y que no es una guerra ideológica. No es una guerra entre naciones, no es una guerra territorial, es una guerra cultural y religiosa. Es el enfrentamiento entre la cultura occidental con su secuela de modernidad, libertad y bienestar, y la cultura islámica, retrógrada, bárbara y tiránica.
Mario Vargas Llosa cree que el ascenso al poder de Trump y la crisis de identidad que vive la Unión Europea tras el Brexit lejos de ser un camino para resolver los graves problemas que nos aquejan, traerá como consecuencia el agravamiento de los existente, porque "el pasado es irrecuperable". Vargas Llosa ve los hechos como signos de decadencia, lo que sólo demuestra que el gran escritor peruano no alcanza a comprender que estamos viviendo tiempos de una gran transformación política, cultural y religiosa. 
Occidente enfrenta una vigorosa amenaza existencial, que ha provocado que el mundo haya entrado en una etapa de Reforma. Una Reforma que supondrá, tras el sangriento enfrentamiento de civilizaciones que ya se produce, en la aparición de un Nuevo Mundo.